jueves, 14 de octubre de 2010

Creo en el amor que Dios nos tiene


Porque es tarde, Dios mío,
porque anochece ya
y se nubla el camino,

porque temo perder
las huellas que he seguido,
no me dejes tan solo
y quédate conmigo.

Porque he sido rebelde
y he buscado el peligro,
y escudriñé curioso
las cumbres y el abismo,
perdóname, Señor,
y quédate conmigo.

Porque ardo en sed de ti
y en hambre de tu trigo,
ven, siéntate a mi mesa,
dígnate ser mi amigo.
¡Qué aprisa cae la tarde...!
¡quédate conmigo! Amén.

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Hace un tiempo, hará cosa de dos meses y algo más, mi párroco nos invitaba en la homilía a hacer un ejercicio. Nos invitó a intentar, durante la semana, escribir un hipotético obituario para nuestra muerte. Una dinámica muchas veces usadas en grupos juveniles. El sentido del ejercicio estaba anclado en toda la predicación, pero hoy no viene al caso. El punto es que como motivación para que, efectivamente, realizásemos el ejercicio, el nos compartió lo que él mismo había escrito. Decía varias cosas, algunas más bien graciosas, pero hubo una, la que estaba al final de todas que me quedó resonando en el corazón y que aún hoy moviliza. Decía: “Creyó en el amor que Dios nos tiene”.

Lo recé. Pucha que lo recé. Yo rezo con casi cualquier cosa que llega a mis oídos. Pero aquella frase me tocó el corazón, porque me di cuenta que es una cosa preciosa por la cual ser recordado: haber creído, haberse entregado, haberse dejado maravillar por el amor que Dios nos tiene, por el Amor.

Digo: "creo". Creo en el amor que Dios nos tiene. Lo digo en plural porque sé que su amor es católico, pero no puedo no decirlo en singular. Creo en el amor que Dios me tiene. Pero cuidado, creo en ese amor por una razón más bien simple: lo palpo, lo vivo cada día. ¿Cómo dudar del amor que Dios me tiene? Habiendo hecho experiencia de su amor, descubriéndome como “el discípulo amado”, con la cabeza en el pecho, atento a la escucha; ¿cómo dudar de su infinito amor, de su personalísimo amor, de su único amor? Sería un idiota si dudase de ello.

Dios es el centro de mi vida. Dios es el sitio en el que abrevo. Quiero que mi vida sea derramada sus pies. Muchos dirían malgastada, desperdiciada: yo digo, sencillamente, entregada. En estos días descubrí que es muy posible que se me gaste toda la vida en intentar seguir a Jesús por el camino de la cruz y la humildad mientras tropiezo mil veces. Que se gaste, si es en ese intento, que se gaste. Que se gaste a sus pies, que se gaste tras su huella.

Si hubiese un lugar para mi obituario, no querría que dijese muchas cosas, solamente:

“Gerardo, pequeño discípulo amado.
Creyó en el amor que Dios nos tiene”.


Nota: Atendiendo a que pretendo evitar irrumpir en llanto, voy a esquivar la posibilidad de ponerme metatextual y comentar o dar razones del poema puesto al principio. Sólo diré que es el himno de las vísperas de hoy. A mi me sumió en las entrañas de la oración, quizá a alguien más le haga ese favor.

jueves, 7 de octubre de 2010

VOLVER


Volver. Siempre es interesante volver. Aunque el volver siempre tiene un dejo de nostalgia. Lo canta el tango cuando adorna las vueltas de frentes marchitas. Lo avisa también Violeta Parra cuando nos anuncia que “volver a los diecisiete, después de vivir un siglo, es como adivinar signos sin ser sabio competente”. Volver es “ser de repente tan frágil como un segundo”.

Hace ya dos meses que salí del seminario. Dos meses que se han presentado algo agitados. Rápido tomé algún trabajo pastoral (a pesar de las opiniones encontradas al respecto que oí a mí alrededor). Acarreaba ya algún compromiso que tenía que cumplir. Y como si todo fuera poco me embarqué en la ardua tarea (ardua, sobre todo, por las taras psicológicas y las presiones que uno mismo se impone) de rendir la última materia que me quedaba pendiente de mi carrera. El ritmo se hizo vertiginoso, aunque llevadero. La presión se hizo un poco más insufrible. Pero pasó. Pasó la tarea acarreada y salió bien. Pasó el examen y también salió bien. Quedó ahora la tarea pastoral, se suma la presión de realizar la tesis, los cronogramas autoimpuestos para conseguir una beca. Nunca faltan preocupaciones (pequeñas o grandes) a una vida, y es interesante que así sea. Lo cierto es que pasó el pico de estrés por cumplir con algunas cosas con las que pretendía demostrarme a mí mismo no-sé-que-cosas.

Cuando me animé a parar un poco, a frenar un segundo, la física empezó a operar, y a la acción de correr y tirar para adelante le siguió la reacción esperable: un tironazo para atrás. Eso me hizo volver. Necesité volver, repasar, casi contemplar los pasos dados. No tanto para cuestionarlos o ponerlos en duda… no en principio al menos. Pero sí contemplarlos, contemplar en ellos el paso de Dios por mi vida. Volver a descubrir y a admirarme con todo lo que ha pasado en mi vida en este tiempo y a dar gracias por todo.

Volver tuvo sus tramos más físicos, diríamos. Volver a lugares. Animarme a volver. Quizá lo más significativo fue volver al seminario. Tres veces volví en estos últimos días. Fueron tantas las emociones que se entremezclaron que no podría describirlas bien. Fue volver a la casa y seguir sintiéndola como MI casa. Mirar las paredes, los pasillos, las habitaciones y las capillas: esa capilla mayor que llama tanto a la oración, esa capilla menor que llama al recogimiento íntimo. Volví a los olores (de los pasillos, de las capillas, de la cocina), a los ruidos (del tren, de los aviones, del teléfono, del silencio del introductorio), a miles de sensaciones que siguen siendo tan propias como ajenas.

Volver tuvo también su aspecto de balance. Se hizo necesario tratar de sopesar, de recuperar las expectativas que había en el momento de dar el paso y descubrir cómo los planes, muchas veces, se licuan en la manos. Pero también fue la posibilidad de renovar el deseo de entrega, de reafirmar la libertad que no es otra cosa que ser capaz de tomar la propia vida en las manos. Fue, sobre todo, la posibilidad de volver a poner la confianza en Dios y animarse a seguir sus pasos, aunque a veces me parezcan inciertos. Recordar que sé detrás de quien camino y que, aunque le duela a mi orgullo, no necesito saber nada más.

Hablo tanto de volver porque hoy volví. Volví no sólo al primer semestre de este año, sino a los últimos tres años. Volví y tuve una intuición: que todo lo que ha pasado tiene una relación, tiene un hilo conductor. Un obviedad, dirán ustedes. Una obviedad, repetiré yo. Las cosas no han pasado porque sí, claro está. Hoy pude volver tres años en mi historia y entender que mi vida sigue caminando en el mismo sentido. Que todavía quiero entregarme, por entero, del modo en el que Dios me llame. Que he ido ganando la libertad y la claridad para hacerlo entre tropezones y pasos hacia atrás que ayudan a tomar impulso. Hoy pude ver que todo esto es algo que se va clarificando poco a poco, y que yo, aunque le pese a mi soberbia, sólo tengo que caminar detrás del único que conoce el camino. Hoy volví y pude actualizar esta claridad y este compromiso.

Volver… “volver a sentir profundo como un niño frente a Dios. Eso es lo que siento yo en este instante fecundo”.

viernes, 20 de agosto de 2010

OTRO SALTO AL VACÍO


Dar el paso de salir del seminario es, quizá, más difícil que dar el paso de entrar. Más de una persona empapada en el tema ha coincidido ampliamente con eso. Es más difícil, sobre todo, si se trata de una salida ordenada, oportuna. Si uno no está escapando o corriendo para atrás como soldado que huye con la estúpida ilusión de servir para otra guerra, salir del seminario es un paso duro y en el que hay que hacer de tripas corazón y tirar para adelante: como pasa con todos los pasos de peso en la vida.

Salir del seminario ha sido, para mí, volver a saltar al vacío cuando apenas recobraba el aliento luego de aquel primer salto. Pero fue también poder abrazar más fuerte la confianza y redescubrir que sé en quien tengo puesta esa, mi confianza. Saber que sé de verdad atrás de quien corro. Fue dar otro paso dentro de la fe, dentro de la Iglesia, hacia la esperanza de la que he sido testigo y en la que abrevo. Volver a elegir ser pequeño, ser humilde, ser sencillo… aunque cueste enormidades de a ratos.

Los días anteriores a dar el paso fueron en verdad vertiginosos. El vértigo, esa sensación de caída inevitable en un vacío que parece devorarte, ocupaba el estómago y la cabeza. Sólo desde la fe puede saberse que hay brazos esperando a recibirte. Pero luego de saltar el vértigo sigue estando, porque uno entiende que de pronto hay mucho por construir y se descubre, al mismo tiempo, con tan poca herramienta concreta para hacerlo, que se aflojan las rodillas. Sin embargo, cuando esa sensación de caída al vacío que empuja las vísceras hacia arriba se pasa, uno descubre que tiene ya una mirada nueva sobre la realidad en la que ha caído. Que el punto de vista (que sabemos bien que construye el objeto) ha cambiado y que la pequeñez, sin que nos diéramos cuenta, se nos ha encarnado un poco en el pecho. Entonces, sólo entonces, se entienden las palabras que otros han dicho con vehemencia: ¡Ánimo, que la esperanza no defrauda!

¿Y ahora? A construir. ¿Cómo? Ni idea. Dios dirá. ¿Con quien? Con vos, si querés.

viernes, 6 de agosto de 2010

RELATO PEQUEÑO (Parte 5)


[...]


De las muchas cosas que sucedieron durante aquella semana sólo enumeraremos algunas pocas: José consiguió trabajo como ordenanza de una empresa, Manuel volvió a negarse a algunos pedidos de permanecer horas extra en el trabajo, Mariana le pidió a Manuel que “se tomaran un tiempo” porque lo encontraba cambiado. Si en ninguno de esos acontecimientos nos detenemos es porque no tienen relación muy directa con la historia que aquí queremos contar. Apuramos el paso y elidimos algunos momentos porque nos interesa llegar a lo que sucedió el martes siguiente.


Aquel martes, el último del mes de octubre, Manuel corrió después del trabajo para encontrarse con el padre Ricardo. Primero, como ya era costumbre, estuvo un buen rato frente al sagrario, absorto frente al misterio que le estaba ganando la vida. Luego se reunió con el cura en el despacho parroquial. Nuevamente pasaron un largo tiempo conversando. Manuel le contó todas las cosas que había descubierto y entendido. La serenidad con que miraba su propia vida como historia de salvación conmovió al cura una vez más.


—Hay algo que con claridad he entendido. Alguna vez fui humilde humus humano —soltó Manuel.

—¿Humilde humus humano? ¿Qué querés decir? —inquirió el padre.

—Alguna vez fui simple, alguna vez estuve más libre de la angustia y la tristeza, alguna vez fui humilde. Tal vez en el camino traicioné mi esencia. Tal vez la aspereza de las manos de hombres y mujeres que me circundaron durante años (no tantos, pero tampoco tan pocos), las situaciones ásperas, áridas y limítrofes a las que expuse (por necesidad o estupidez) a mi corazón; hicieron que me fuera transformando y dejando de lado mi humus sencillo y de alegre esperanza y convirtiéndolo en “tierra reseca, agostada, sin agua”. Sin embargo en el interior, en algún lugar, sé que esa esencia existe y perdura —dijo Manuel con toda sinceridad.

—Sin duda, y creeme que se nota que está, que existe, que perdura —le respondió el párroco con una sonrisa.

—En algunas oportunidades he quedado a la espera de que alguien pudiera navegar en lo profundo, bucear hasta lo hondo y rescatar esa simpleza, esa humildad, esa alegría. He esperado que alguien viniera a mi rescate. No obstante hoy caigo en cuenta que en casi todos los ojos que alguna vez me miraron, no supe más que reflejar las heridas que traigo. Todos menos Jesús. Porque cierto es que nadie ve un millón donde no lo está, pero también es cierto que un millón puede encerrarse en una pequeña piedra preciosa y pasar desapercibido para el ojo poco entrenado. Las perlas son, a fin de cuentas, saliva de algún animal: pero quien sepa apreciar una valiosa perla, negociará su vida para conseguirla y no se equivocará en hacerlo.

—¿Adónde querés llegar, Manuel?

—Que creo que entendí el mensaje. Tengo que deshacerme para ser hecho de nuevo. Triturarme para ser amasado suavemente. Desgranarme para ser transformado. Volver a la esencia. Si es que la uva, aunque parezca increíble, encierra el dulce vino, sólo hay que dejarla fermentar. Este es el camino que escojo, dejar de empeñarme en conseguir espejos que devuelvan la imagen que busco y dejarme llevar, dejarme ser rehecho, para que la esencia vuelva a surgir. Porque el vino está en la uva, pero la uva también está en el vino —dijo con tanta profundidad como sencillez.

—Hacerse pequeño… Humillarse como único camino a la humildad. Anonadarse para que Dios lo sea todo. Entregarse, sin dar lugar para el egoísmo: llegaste al meollo de la dinámica del Evangelio —respondió el clérigo tan maravillado como conmovido.


Manuel Sonrió. No tenía muchas más palabras y dudo que hicieran falta. Al sacerdote le corrió una lágrima por la mejilla porque la emoción lo pudo. El testimonio de Manuel lo conmovía y lo cuestionaba. La dinámica del amor siempre invita a hacerse pequeño.

—Y ahora, ¿qué vas a hacer? —quiso saber el cura.

—Mañana mismo voy a renunciar al trabajo. Dios me quiere acá. No me quiere ni grande ni poderoso, ni rico ni exitoso. Dios me quiere pequeño y al servicio de mis hermanos y de su Reino. Yo ya le dije que sí…

Los huesos le crepitaron como el fuego de una hoguera cuando se levantó de la cama. Desperezarse luego del agradable descanso nocturno se había convertido en una ruidosa rutina que Manuel disfrutaba y repetía con un ritmo que disfrutaba.


Aquella mañana, como casi todas las otras, pasó de la cama a la ducha. Después se vistió y abrió la ventana mientras en la oración le agradecía a Dios por el don magnífico de la vida y de la mañana que con la salida del sol renueva toda la creación. Luego se dirigió a la cocina del departamento y preparó el desayuno para él y para José, que no tardó en aparecer. Mientras desayunaba le contó a su hermano que pensaba renunciar al trabajo ese mismo día y le rogó que pensara de qué forma podían ayudar, juntos, a tantas personas que vivían en la calle de aquella ciudad, sin un techo para cobijarse, sin un plato de comida en la mesa y sin un hombro en el que apoyarse.


Demoró algunos minutos más de lo pensado en su caminata hacia el trabajo, porque quiso disfrutarla. Subió por la escalera los tres pisos y sin siquiera acercarse a su escritorio se dirigió a la oficina de Aureliano, el presidente de la compañía. Golpeó la puerta y como nadie respondió, pasó y dejó sobre el escritorio su renuncia indeclinable a su trabajo y una negativa a la propuesta de trabajo que decía:

Mi vida es un sitio con ciertos destellos de genialidad extremadamente eventuales. Pero lo cierto es que, casi todo el tiempo, es un lugar común. Sin sentidos peyorativos, que sobrarían. Un lugar común porque cada vez más soy feliz con la normalidad, con lo básico, con lo sencillo, con lo simple, con lo pequeño. Hace algún tiempo que dejé de soñar con ser grande y diferente, con empeñarme en destacar. Ser uno más del montón y guardar tras mi sonrisa el pequeño secreto (accesible a quienquiera que lo busque) de que la felicidad se encuentra más fácilmente por el vértice contrario al exitismo. Volcar los reyes ante la simpleza y aceptar su jaque mate de buena gana ha traído una paz particular a mi existencia.

¿Problemas? Tengo por kilos. Preocupaciones, aún más que problemas. Y no sólo eso: tengo angustias, malhumores, miedos feroces y hasta apatías que me sublevan. Lo que ha cambiado es mi mirada sobre todas esas cosas. Lo que ha cambiado es el espíritu que a todo ello le infunde nueva vida y que me permite ser feliz en medio de mis problemas. Rogando, en ocasiones (he aquí todo un signo de mi estar-en-contra-del-sistema), que nunca me falten las preocupaciones que me hagan saberme suficientemente necesitado y pequeño como para no ser pedante y empezar a creerme superpoderoso, omnipotente. Una mirada nueva que busca lo pequeño, lo simple, lo sencillo. Una mirada que ayuda a transformar las realidades que disgustan y a aceptar aquellas que no pueden transformarse: todo un antídoto contra la soberbia.

Soy otro, porque soy cada vez más yo mismo. Me voy librando de la coraza que yo mismo me había impuesto. Me voy chocando con mis límites y desmontando esa imagen mental (esa foto tomada en contrapicado que uno hace de uno mismo) que no me permite ser auténticamente feliz. Voy volviéndome vulnerable, voy desnudando mi más profunda verdad. Voy volviéndome débil y entonces (sólo entonces) voy haciéndome fuerte.

Apenas si me he mudado a este rincón del universo de los hombres. He llegado recientemente y lo he encontrado poblado de mucha más gente de la que hubiese imaginado. Todavía no he terminado de hacer mi mudanza, porque se llega aquí por caminos estrechos, a pie, y con esfuerzo. Ni he terminado la mudanza (sabe Dios si uno termina algún día de mudarse al país de la sencillez), ni he recorrido toda el área, pero me ha llenado tanto la vida que ya he hecho el cambio de domicilio: ¡vivo en el lado pequeñamente humano de la vida! Y soy feliz con ello, que no es poco.

Nunca podré agradecerle suficientemente por la confianza que usted y esta empresa han depositado en mí, pero la verdad es que ni la propuesta me es útil ni yo creo serle útil a una propuesta que lo que busca es “comerse algún mercado”.

Quedo a su disposición para lo que necesite.

Manuel Rodriguez


Manuel salió de la oficina y se fue a la parroquia a quedarse un rato frente al sagrario. Poco importa, como comprenderán, a dónde fue a parar Manuel. Da igual si se hizo franciscano, si entró al seminario o si se casó y tuvo hijos. Lo único que diremos (porque es todo lo que importa) es que Manuel siguió a Jesús toda su vida y dejó, verdaderamente, que el Maestro le indicara el camino. Muchos lo creyeron loco y hasta se escandalizaron, muchos otros, gracias a su testimonio se acercaron a Jesús. Lo cierto es que Manuel fue feliz: pequeño y feliz.



[FIN]

jueves, 5 de agosto de 2010

RELATO PEQUEÑO (Parte 4)


[...]


Manuel y José llegaron al departamento. José se dio una ducha y Manuel le dio ropa suya para que se vistiera. Cenaron juntos y hablaron muy poco, pero a ninguno incomodó el silencio. Eran hermanos, sólo que no se conocían todavía. El tiempo y la fraternidad cambiarían los silencios, dotándolos de palabras o cargándolos de significado.


La vida de Manuel cambió sustancialmente desde aquel día. El ojo poco profundo, quien mirase la historia obviando los detalles, diría que su vida siguió exactamente igual, pero lo cierto es que el cambio más radical ya había sucedido, sólo que la procesión siempre va por dentro. Hasta que sale. Al libro de Francisco lo devoró en un solo día. Tanto así que volvió a leerlo esa misma semana. Cada capítulo le aportaba una nueva perspectiva, una nueva dimensión desde la cual mirar las circunstancias de su vida. Nueva dimensión que tenía que ver, siempre, con la vida del mismo Jesús.


José siguió durante aquella semana viviendo en la casa de Manuel. Varias veces habló sobre la posibilidad de irse y de no incomodar más a Manuel, en quien Dios se había mostrado tan generoso. Pero Manuel no se lo permitió. Por el contrario acondicionó las cosas en el departamento para que su estadía fuese algo más bien permanente, le regaló varias de sus prendas de vestir y comenzó a ver la posibilidad de conseguirle un trabajo. José también empezó a buscarlo por su cuenta.


Manuel seguía yendo al trabajo y cumpliendo a la perfección con sus obligaciones. Ahora despojado del mal de angustia que lo había tenido tan a maltraer. Aunque para ser sinceros habrá que decir que algo había cambiado: Manuel descubría que su vida no hacía pie sólo en el trabajo y en crecer profesionalmente. Todo parecía indicar que su vida había tomado una nueva perspectiva que en el fondo él mismo no terminaba de entender ni de descubrir. Manuel, cada día, al salir del trabajo pasaba a visitar a Jesús en el sagrario: nunca estaba menos de una hora arrodillado, amando y dejándose amar.


Fue una semana interesante y distinta. Su jefe y sus compañeros de trabajo lo vieron tanto más animado y alegre en medio de la rutina del trabajo que todos asumieron que la propuesta laboral que le habían hecho le había cambiado la vida. Bien distinta era la realidad. El martes siguiente no demoró mucho en llegar. Llegó más rápido que cualquier otro martes.


A las cinco de la tarde, cuando terminó su horario de trabajo, Manuel se apresuró a salir de la oficina. Apagó la computadora, tomó su maletín y antes de que pasara ni un minuto ya estaba caminando hacia el ascensor.


—Manuel, necesito pedirte un favor, necesitaría si podés quedarte un segundo a terminar unas planillas urgentes —dijo su jefe que le salió al encuentro por el camino.

—Perdón, pero va a ser imposible. Tengo cosas muy importantes que hacer, esta vez no voy a poder ayudarlo —replicó Manuel.

Carlos, su jefe, en verdad no se esperaba aquella respuesta. Se quedó extrañado. Tal vez estaba acostumbrado a que Manuel se quedara más tiempo. Tal vez supuso que la prioridad de aquel administrativo brillante era, por sobre cualquier cosa, la empresa. O quizá, sencillamente, supuso que Manuel le debía obediencia por la interesantísima propuesta laboral que él le había conseguido.

—Está bien —dijo contrariado.

—Adiós —dijo Manuel, sin siquiera reparar en el desconcierto de su jefe. Jesús y el padre Ricardo lo esperaban y eso era, para él, mucho más importante en aquel momento.

Llegó a la parroquia y el padre Ricardo lo estaba esperando. Lo saludó efusivamente, con mucha alegría. Charlaron durante dos horas. Manuel le habló del libro, de lo mucho que le había gustado y lo útil que le había resultado. El cura se alegró y le contó más cosas sobre Francisco, sobre su vida, sobre su espiritualidad. Ni el mismo sacerdote podía creer lo motivado y cambiado que estaba Manuel.


—¡Ah! Me olvidaba. Hay algo que no te conté, padre —dijo repentinamente Manuel.

—¿Qué pasó?

—¿Te acordás de José, el hermano que estaba mendigando en la puerta de la oficina?

—Claro… —dijo el cura con cierta intriga.

—Está viviendo en casa. Vieras lo bien que está.

—¿En tu casa? ¿Lo llevaste a tu casa? —El párroco echó a reír. La carcajada era sonora y profunda, como salida de lo más hondo del alma. Era una risa preciosa, cargada de asombro, de admiración y de agradecimiento. Era la risa de un niño que se deja sorprender por las maravillas de Dios.

—Sí, lo llevé a casa y ahora está buscando trabajo.

—¡El amor todo lo puede! —concluyó.

—Todo —asintió Manuel.

—¿Vos sos consciente de las maravillas que Dios está obrando en vos?

—Claro que sí… Ahora lo que quiero es terminar de descubrir de qué quiere Dios que me despoje. Porque la semana pasada, aquella inspiración que tuve frente al sagrario me invitaba a despojarme; y yo pensé que era de mis pecados de lo que Dios me invitaba a librarme. Si bien creo que eso es cierto, también tengo la sensación, en lo hondo del corazón, de que la invitación implicaba muchas otras cosas —aseveró Manuel.

—Puede ser. Creo que lo que deberías hacer es tratar de rememorar toda tu vida. Dedicale tiempo. Hacé memoria de tus búsquedas durante toda tu vida. Después tratá de leer este pedido de Dios en tu historia concreta, porque en definitiva es allí donde Dios habla, en lo concreto de nuestra vida. Dios se ha enamorado de tu historia, de tu vida. Repasá tu vida y seguramente allí podrás entender lo que Dios ha querido decirte —invitó el cura.

—De acuerdo. Voy a hacerlo. ¿Nos juntamos el martes?

—Nos juntamos el martes —dijo el padre Ricardo conmovido por el entusiasmo de quien tenía delante.

Luego celebraron la Misa. Al terminar Manuel se quedó rezando, frente al sagrario. El padre Ricardo se le unió en la oración. En un momento Manuel se volteó hacia el cura:

—Me he dado cuenta que cuando uno anda caminando por la vida, si presta la suficiente atención, puede oír, a cada paso a Jesús haciéndose pan, haciéndose pequeño para entregarse. Fijate padre, fijate… Me voy —dijo Manuel parándose y yéndose.


El cura se quedó atónito. Aquel hombre o era un santo o era un loco. Concluyó que las dos cosas eran algo ciertas, aquel hombre se había vuelto loco por Jesús. Se quedó rezando por él. Manuel se fue a su casa y esa misma noche comenzó a pensar en su historia, en sus búsquedas, en cómo Dios había ido pasando por su vida desde pequeño sin que ni él mismo (la mayoría de las veces) lo advirtiera. Encontró las motivaciones que lo habían llevado a las grandes decisiones de su vida. Desde la distancia todo tomaba una perspectiva diferente. Tanto cambiaba la perspectiva desde la distancia que Manuel comenzó a entender su presente en clave de fe.


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[To be continued]

domingo, 1 de agosto de 2010

RELATO PEQUEÑO (parte 3)




[...]


No supo bien en que momento acabó de rodillas frente al sagrario. El silencio lo pobló y lo invadió también una calma particular. El nudo del pecho se tornó en ardor y el atolondrado llanto trocó en una mirada fija y profunda, pero viva, vivísima. Los ojos estaban clavados en las profundidades del sagrario, mucho más allá del metal en que éste estaba moldeado, mucho más allá de lo estrictamente evidente.


Llevaba unos treinta y cuatro minutos arrodillado allí, inmóvil, cuando oyó una voz que algo le decía. Para ser sinceros, es metáfora tanto el decir que hubo voz como el decir que fue oída. Metáfora particular del lenguaje espiritual de seres que no son solamente espíritu. Una inspiración, dirían otros. Una idea que se le metió en la cabeza y no se le quitaba, dirían, en fin, quienes se empeñasen por psicologizarlo todo. Pero lo cierto es que, con una claridad que pocas veces en su vida había tenido, Manuel oía en su interior: “despojate”.


Fue entonces cuando las lágrimas empezaron a fluir de nuevo. Era un fluir distinto, menos tormentoso, menos angustiante, aunque quizá igual de inquietante. “¿Despojarme? ¿de qué?”, se preguntaba. “Despojate”, respondía en su interior aquella voz.


—¿Estás bien? —preguntó alguien.

Manuel se dio vuelta para descubrir una figura alta. No podía ver más que su silueta recortada por la luz que entraba desde afuera.

—Soy Ricardo, soy el párroco. ¿Querés ir a charlar? —insistió.


Manuel no pudo esbozar palabra. Asintió con la cabeza como un niño que, envuelto en el llanto y despojado de todo lenguaje verbal, no puede decir más que lo que expresan sus gestos.

—Tomate el tiempo que necesites acá frente al Señor, yo te espero en el último banco.


Así fue. Manuel estuvo unos quince minutos más de rodillas frente al sagrario. Después se puso de pie, se refregó los ojos y fue en busca del padre Ricardo. El cura lo esperaba ahí, sentado en el último banco, rezando.


—Vamos a mi despacho que acá enseguida empieza la misa —dijo el sacerdote.

Llegaron al despacho parroquial. Era sencillo y acogedor. Con dos o tres cuadritos colgados por las paredes, una biblioteca atestada de libros y un escritorio casi despojado sobre el cual había sólo una lámpara y una Biblia.

—¿Cómo te llamás? —preguntó el cura.

—Manuel… Manuel es mi nombre.

—Un gusto Manuel. ¿Qué te anda pasando? —Inquirió sin rodeos. Manuel hizo una pausa para tratar de ordenar sus ideas.

—Me gustaría poder decírselo con claridad padre —dijo pensativo.

—Tuteame che, si debés tener sólo unos años menos que yo —dijo el párroco un poco porque le incomodaba tanta reverencia y un poco para mostrarle cercanía y romper el hielo. Efectivamente, en cualquier caso, el cura tenía treinta y cinco años y Manuel era tan sólo seis años menor.

—Me pasa que me di cuenta de que me vida no tiene sentido —soltó.

—¿No será mucho decir, che? —dijo el cura abriendo los ojos.

—Bueno, sentido tendrá… pero yo lo he perdido. Creo que he perdido el norte. No sé cuando, no sé como. Me siento vacío, me siento triste, como lleno de una nada que me angustia.

—A ver, contame que te ha pasado —se mostró interesado el padre.


Manuel le contó todo lo que le venía sucediendo. Le contó lo que había pasado, cada detallito. Le contó de sus proyectos y sus anhelos, y de cómo los había ido logrando. Le contó sobre sus éxitos, sobre lo perfecta que era su vida en apariencia, pero lo vacío que se sentía. Le contó de su angustia y cómo lo había ido llevando a encerrarse más en su egoísmo y en sí mismo. Le contó de los últimos acontecimientos, de la propuesta de ascenso en el trabajo. Le contó de su soberbia y su egocentrismo, y de cómo se había colocado tan en el centro de su universo particular que hasta a Dios lo había desterrado, quitándole no sólo el protagonismo en su historia sino (casi) todo tipo de participación.


El cura le dijo muchas cosas, le dio buenos consejos pero también –y sobre todo– lo ayudó a ver su vida desde otra perspectiva, a descubrirse amado, a ver más allá de lo inmediato y a entender la posibilidad que tenía por delante. Lo invitó a confesarse, a abrirle a Dios las puertas del corazón y dejarse amar por él, a volver a la casa del padre. Lo invitó a descubrir los lugares de su vida por los que Dios había pasado y pasaba, y todos aquellos lugares en los que él mismo no dejaba entrar a Dios. Manuel lo hizo, gustoso. Como penitencia lo invitó a hacer algo, aunque fuera mínimo, para ayudar a aquel mendigo que solía estar en la puerta de su trabajo.


—Se nos han hecho las once de la noche. Yo diría que lo mejor es dejarlo hasta aquí por hoy. Volvé la semana que viene. Yo los martes los tengo más disponibles, si te parece te espero ese día cuando salgas del trabajo y seguimos charlando —invitó el sacerdote.

—Me parece buena idea —accedió Manuel. El padre Ricardo se quedó pensativo.

—¿Qué sabés de San Francisco de Asís? —preguntó finalmente.

—Poco… que es santo y poco más.

—Bueno —dijo mientras se daba vuelta hacia la biblioteca— leé esto —le dio un libro.


El librito no era muy largo. Apenas ciento cincuenta páginas. “Sabiduría de un pobre”, decía en la tapa. Estaba escrito por un franciscano, un tal Eloi Leclerc. Manuel lo aceptó gustoso y lo agradeció mucho.


No demoró en estar nuevamente en la calle, caminando hacia su casa. Estaba tan calmado, tan renovado por dentro, era como que su vida tenía ahora una nueva dimensión. En el camino pasó por la puerta de su trabajo y vio al mendigo sentado en el suelo, comiendo un pedazo de pan. Las entrañas se le estrujaron, no por pena, sino por compasión.


—¿Cómo es su nombre?

—José, ¿y el suyo? —respondió.

—Manuel.

—Un gusto saberle el nombre después de tantas veces que lo he visto pasar por aquí. Gracias a su generosidad pude cenar esta noche —dijo sin dudarlo, y a Manuel se le humedecieron los ojos.

—Gracias a la generosidad de Dios que escribe derecho en renglones torcidos, José.

—Sí, es cierto, gracias al Dios bueno.

—Vengase conmigo, en casa tengo espacio, podemos cenar juntos y después puedo prepararle una cama para que duerma —invitó Manuel.


Dicen por ahí que cuando la limosna es grande hasta el santo desconfía. Pero José no desconfió. No tenía nada que perder y además, sería pobre, pero no tonto: no iba a negarse a una de las únicas muestras de afecto que alguien había tenido con él en los últimos dos años. Se levantó en silencio, sin replicar nada, tomó su manta y se puso junto a Manuel. Con esa misma quietud caminaron los dos, codo a codo –uno con traje impoluto, el otro con harapos– hasta la casa de Manuel. Sobre la historia de cómo José fue a dar a la calle y a la mendicidad no diremos aquí mucho, porque sería un excurso excesivo, bastará con decir que era un buen hombre que había tenido lo que muchos juzgarían como “mala suerte”, pero que, como él mismo descubriría más tarde, había sido la forma en la que Dios había escogido salvarlo.


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[TO BE CONTINUED]

viernes, 23 de julio de 2010

RELATO PEQUEÑO (parte 2)


[...]

Comenzaron a llegar sus compañeros de trabajo. Respiró profundo y se tragó su angustia. “Al trabajo hay que cumplirle. Lo único que me falta es perder todo lo que he conseguido con tanto esfuerzo. Ahí sí que me entrego a la angustia”, pensó.


Tragarse la angustia en el trabajo era fácil. Casi tan fácil como cuando estaba en la psicóloga. La multitud de ruidos alrededor y las muchas tareas que había que hacer hacían sencillo el pensar en otra cosa. Además Manuel era verdaderamente brillante en la realización de su trabajo y eso lo entretenía mucho. Tanto que durante el último mes había estado haciendo tantas horas extras como le era posible para no irse en meditaciones inútiles que no hacían más ­–según creía– que hacer que perdiera de vista lo importante: todo lo que tenía, lo que había conseguido y lo que, indudablemente, todavía le quedaba por conseguir: su indiscutido y necesario éxito personal, presente por delante como la zanahoria que impulsa al burro por atracción.


En las horas de trabajo, las habituales y las extras, él se separaba de sus aflicciones y allí estaba, todo al servicio del progreso. Progreso propio pero también de los demás, porque si algo no era Manuel era egoísta y nunca hubiese querido crecer pisoteando a nadie más. Pero sí quería crecer, está claro.


Aquel día no paró ni para comer. Comió algo mientras terminaba unas planillas que tenía que entregar por la tarde. Después siguió con sus otras responsabilidades y una vez que hubo terminado con ellas buscó y hasta inventó otras más. El asunto es que se quedó en la oficina dos horas más de lo pautado por su convenio de trabajo y adelantó tareas de casi toda la semana. A la angustia había que ganarle a pulmón y sin dejarle lugar a tonterías.


Cuando terminó con el trabajo apagó la computadora. Se disponía a salir y volver a su casa. Eran ya las siete de la tarde. Estaba cansado. Planeaba llegar, tomar un baño, ver algo de tele y luego buscar a Mariana para ir a cenar o a ver una película. No quería acostarse muy tarde porque al día siguiente debía madrugar. Cuando se disponía a salir, se abrió la puerta de la sala de reuniones.

—Manuel, ¿podés venir? —dijo su jefe asomándose.

—Voy —respondió sorprendido.


Entró en la sala de reuniones. El presidente de la empresa y otro miembro del directorio estaban sentados a la mesa. Su jefe cerró la puerta tras de sí y lo escoltó hasta una silla.

—Buenas tardes —dijo Manuel inmerso en nervios e intriga.

—Buenas tardes —respondieron los ejecutivos al unísono y con una sonrisa.

—Es tarde para que siga por acá —dijo socarronamente Aureliano Rodríguez, el presidente.

—Sí, estaba terminando algunos trabajos —respondió Manuel.

—Eso habla muy bien de su responsabilidad y entrega por la compañía.

—Bueno, esta empresa ha sido muy generosa conmigo y no puedo más que ser responsable y cumplir con mi trabajo.

—Eso, exactamente, es lo que nosotros esperamos de nuestros empleados. Por eso, justamente, es que te hemos llamado. La empresa abrirá en algunos meses más una nueva sucursal en la Patagonia. Hemos estado hablando con el directorio y hemos llegado a la conclusión de que usted es la persona idónea para estar al frente de dicha sucursal. Con sus conocimientos y sus capacidades sabemos que hará crecer mucho a esta empresa —dijo con solemnidad Aureliano.


Manuel tuvo sentimientos encontrados. Al tiempo que la angustia empezaba a atacar y pretendía poblar el pecho, lo invadió un nerviosismo y un orgullo por el reconocimiento que lo sobrepasaban ligeramente.

—Esto es en verdad inesperado. Si acaso había soñado con un ascenso. Pero un traslado es tan… inesperado —replicó Manuel aturdido.

—Esta es una oportunidad única Manuel. Es un ascenso, un gran ascenso, te convertirías en gerente regional. Pero además es la oportunidad de que demuestres todo lo que valés, todo lo que tenés para dar y que te proyectes hasta el infinito, porque en esta compañía se premia la excelencia —lo motivó Carlos, su jefe.

—Ciertamente, Manuel. Carlos tiene razón —secundó Aureliano.

—Tengo que pensarlo. La propuesta me entusiasma mucho, porque sé que es una oportunidad única… pero necesito pensarlo —aseveró.

—Piénselo bien. Pero le advierto que necesito una respuesta para el primero del mes próximo: pensamos devorarnos el mercado patagónico —instó el presidente.

—De acuerdo, el lunes próximo le doy mi respuesta. Muchas gracias por pensar en mí, es un verdadero honor.

—Esto se debe a su esfuerzo y esmero. Piénselo y en verdad espero que acepte la oferta —repitió el hombre.


Manuel tomó el ascensor y bajó. Cuando salió a la calle se topó con un mendigo.

—¿Tiene una monedita que me dé, por amor de Dios? —dijo el hombre.

—Nada —respondió secamente Manuel que iba absorto en lo que acababa de sucederle. No dio ni dos pasos cuando se arrepintió de ser tan descortés. Se volvió y dio al pobre mendigo dos monedas.

—Gracias doy a Dios por su misericordia, porque se ha acordado de su siervo y ha usado tus manos para sostenerme —dijo con cierta solemnidad el viejo.


Manuel quedó absorto. No tanto por lo extraño que le resultaba al oído sentir a aquel hombre hablar así, sino, sobre todo, porque se dio cuenta de una cosa: en algún momento de su vida, sin darse cuenta siquiera, se había convertido en la persona más soberbia del mundo. Que el hombre diera gracias a Dios y no a él por las monedas recibidas le chocó muchísimo. Entendió que él mismo no había sido capaz y no era capaz todavía de agradecer a Dios por todo lo que tenía, todo lo que había conseguido. Él se sentía satisfecho y tenía la sensación de haberlo conseguido todo solo, todo por sus propios medios. Si a alguien agradecía con reverencia era a la empresa y a los hombres que en algo lo habían ayudado. Pero a Dios, a Dios nunca le había agradecido, como si él nada tuviera que ver con esto. Mientras tanto, ese otro hombre, tan vacío de toda riqueza, tan pobre y despojado, le agradecía a Dios por lo mínimo que recibía… y sólo a Dios. El mal de angustia lo pobló, lo invadió como nunca; a punto tal que tuvo que salir corriendo porque sintió que se sofocaba.


Uno, por regla general sabe que siempre que llovió paró. Pero aquel día parecía que sería la excepción. Aquel día empezó a llover y parecía que ya nunca volvería a parar. Esa fue una de las primeras sensaciones que tuvo Manuel en el momento mismo en el que el ardor estremecedor que precede al llanto le asfixió los ojos. Esa extraña mezcla ácida y salada fluyó lento al principio y un poco más caudalosa después, pero cada gota anunciaba que quizá no acabaría jamás. El hombre tenía la sensación de que así sería, pero también el hondo deseo de que jamás parase aquella tormenta. Para ser francos, él hubiese preferido una tormenta de violencia desorbitada que lo ahogase para siempre, pero viendo que eso no sucedía prefería la eternal gris garúa. Sucede que cuando el alma ha sido llamada desde la más honda tristeza y fija allí su residencia, el brillo del sol sobre los árboles parece un insulto, una burla de lo más exasperante.


Manuel paró la marcha y se sentó en un banco de plaza: quería desaparecer. Deseaba tanto poder poner la vida en suspenso, que se esfumara su existencia. No quería morir, deseaba profundamente no haber existido nunca. Pero era su única certeza. Como si del cógito cartesiano se tratase, Manuel tenía una única certeza: existía. ¡Cómo le pesaba en ese momento al pobre mal nacido existir! ¡Cómo le pesaba la vida! Lloró, lloró amargamente. Un poco porque estaba decepcionado de sí mismo, otro tanto porque la angustia acumulada en pecho y vientre durante meses y meses y meses, finalmente conseguía salir fuera.


Muchas personas pasaron cerca de él, junto a su ahogado llanto, pero ni le prestaron atención. Fue entonces que, entre sollozo y sollozo levantó ligeramente la cabeza. Frente a él, como surgida de la nada por un bará pronunciado en secreto por la boca de Dios, había una Iglesia. La Parroquia de San Francisco. Los ojos se le quedaron fijos y aunque no pararon las lágrimas de fluir de sus ojos, sí se detuvo el sonoro sollozo en su boca. Algo en el templo lo llamaba, lo invitaba. Manuel no lo dudó y se puso de pie, fue y vio.



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[To be continued]

jueves, 22 de julio de 2010

RELATO PEQUEÑO [parte 1]


“[…] el hombre no es grande hasta que se eleva

por encima de su obra para no ver más que a Dios”

Eloi Leclerc, Sabiduría de un pobre


Los huesos le crepitaban como el fuego de una hoguera cuando se levantaba de la cama. Desperezarse luego del siempre insuficiente descanso nocturno se había convertido en una ruidosa rutina que Manuel disfrutaba y repetía con un ritmo que ni él mismo notaba. Desde que vivía solo en aquel departamento céntrico podía darse el lujo de estirarse haciendo ruido y refunfuñando por el sueño que tenía sin que a nadie le molestara.


Aquella mañana, como casi todas las otras, pasó de la cama a la ducha. Después prendió el televisor y se vistió mientras escuchaba las noticias. No se había caído ninguna torre ni se había perdido ningún avión por los mares del mundo. Nada decía el noticiero de los miles de aviones que habían llegado a destino ni de los muchos rascacielos que seguían en pie. “No es noticia un avión que llega a destino sino un avión que se estrella”, recordó. Luego se dirigió a la cocina del departamento y se preparó un café. Mientras desayunaba leyó un diario. Leyó sólo algunas notas y de las otras apenas ojeó los titulares.


Demoró menos de lo pensado en su caminata hacia el trabajo. Tomó el ascensor al tercer piso y se sentó en su escritorio. Ninguno de sus compañeros había llegado todavía. Prendió su computadora y cuando sintió el monótono y sutil sonido del artefacto echando a andar, volvió a sentir aquel nudo en le pecho. No era sencillo explicar aquella sensación que le ahogaba el pecho al tiempo que le quemaba en los ojos ligeramente. Aquella angustia honda, enraizada en algún lugar del vientre que no podía identificar con mucha facilidad venía aturdiéndolo desde hacía largos meses. Lo que en verdad preocupaba a Manuel era que aquella sensación interior era cada vez más frecuente, más intensa y más prolongada.


Todo coincidía con aquel tiempo de tanto crecimiento personal. Siendo licenciado en Administración de Empresas, había terminado su posgrado en Administración de los Recursos Humanos. Había progresado muchísimo en su trabajo gracias a su gran esfuerzo y dedicación. Se había ido a vivir solo a un departamento amplio y cómodo en el centro, consiguiendo así la independencia que tanto había querido. Había comprado un auto lindo, usado, que estaba en buenísimas condiciones y que había conseguido a un precio accesible. Se había puesto de novio con Mariana, una mujer bella y simpática con la que había sabido ser amigo y de la que se había enamorado casi sin darse cuenta: se divertía mucho con ella y las cosas parecían ir bastante bien. Su jefe le había comentado sobre la posibilidad de un ascenso importante para su carrera dentro de la empresa, con el consiguiente aumento de sueldo y mejora en las condiciones laborales. Todo iba viento en popa, todo estaba saliendo mucho mejor de lo esperado, todo conducía al éxito ansiado y deseado largamente; y justo entonces, justo en medio de ello, se había colado esta desazón interior y profunda.


Fueron muchas las soluciones que le buscó al problema desde que empezó. Primero supuso, simple y llanamente, que estaría cansado por tanto trabajo y esfuerzo. Así que intentó comer mejor y dormir más. El resultado fue escaso, no sólo porque conciliar el sueño era tarea difícil, sino porque la angustia le volvía tan imprevista e intempestivamente como siempre. Asumió entonces que estaría estresado por las presiones de sus actividades y empezó a salir a correr por el parque cuatro veces a la semana. Correr, efectivamente, lo ayudó a conciliar más rápidamente el sueño por las noches y a dormir más profundamente, pero la angustia no se iba, seguía apareciendo tan atroz y voraz como siempre. Se propuso entonces desconectarse del mundo. Con ansias exageradas esperó a las vacaciones y se fue diez días a la playa con amigos. Fue verdaderamente, una idea genial: se desconectó, se abstrajo del mundo de sus obligaciones, descansó la cabeza y el cuerpo. Quizá fue entonces cuando la angustia anduvo más esporádica y lejana, sin embargo el nudo en el pecho andaba asomando lentamente y en cuanto volvió de las vacaciones lo atacó con saña y cruentamente. Finalmente supuso que podría ser que tanto cambio que había tenido en su vida en tan corto tiempo, a pesar de ser cambios buenos y ampliamente deseados y buscados por él, podrían haberle desestabilizado los ejes y las coordenadas, por lo que se decidió a ir al psicólogo. Terminó yendo a una psicóloga que le recomendó un amigo. La experiencia fue interesante: todas las semanas iba una hora a la psicóloga y le pagaba sesenta pesos. Era agradable charlar de cosas tan profundas con alguien y poder hacerlo con tanta libertad. Manuel tenía sus reparos respecto a los psicólogos, pero la experiencia le pareció buena, porque le ayudaba a descargarse de sus tensiones. El problema fue que con el tiempo, llevando ya dos meses de charlas semanales, descubrió algo inquietante: durante la hora que duraba la sesión, él iba descargando tensiones en el diálogo, ella le planteaba algunos puntos de vista sobre sus preocupaciones y él se quedaba tranquilo. Pero la tranquilidad era fugaz, impactantemente fugaz. Salía de la psicóloga y habiendo caminado dos cuadras la angustia lo atacaba vil y groseramente y el nudo en el pecho no lo dejaba respirar. Así que decidió dejar de ir.


El punto culminante había sido la semana anterior. Un día el mal de angustia lo atacó mientras estaba con Mariana. Se puso tan serio el hombre que ella se preocupó y le preguntó si le pasaba algo. A él se le cayó una lágrima de cada ojo y le contó su angustia. Hablaron un buen rato, él le contó de su pena, de lo mucho que le pesaba en el pecho aquella sensación y lo difícil que le resultaba saber de donde venía, puesto que no había ningún aspecto de su vida que marchase mal, que no fuera floreciente. No era la primera vez que lo hablaban, pues el mal de angustia lo azotaba desde hacía ya algunos meses. Con todo, será preciso reconocer que era la primera vez que lo conversaban con ese nivel de profundización. Ella lo escuchó tranquilamente.


—Creo que estás siendo un desagradecido y un inconformista —concluyó ella sin más, mientras que a Manuel la sentencia le cayó como un piano de cola partiéndole la cabeza que agudizó la pesadumbre en su pecho.

—Puede ser —balbució él con la voz entrecortada mientras una tercera lágrima escapó por su ojo derecho.

Se quedaron en silencio. Ella se sintió mal y lo abrazó, pero estaba convencida de lo que le decía. ¡Cómo no estarlo! Si es que el hombre lo tenía todo y todo le salía bien pero la vida le pesaba como piedra de molino atada al tobillo.

—Me voy a ir —dijo él al cabo de hora y media de silencio en el sillón.

—Perdón si te molestó lo que te dije, sólo creo que deberías valorar más lo que tenés y tratar de ser más agradecido —replicó ella, tan cargada de culpa como de certeza.

—No te hagás drama. Si yo creo que tenés razón, el problema es que me entristece muchísimo el descubrir que en verdad no tengo motivo alguno para estar mal, y sin embargo… —no pudo decir más— mejor me voy.

—¿Vas a estar bien? —preguntó ella.

—Sí, no te preocupes —mintió descaradamente. Ella lo sabía, desde luego, y se preocupó, pero ¿qué más hacer?

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[TO BE CONTINUED]