martes, 31 de mayo de 2011

SI EL GRANO NO MUERE


Que el hombre es un ser que camina hacia la muerte, desde que nace es su única certeza. Que la muerte es la última frontera. Que de la muerte nadie se salva. Que si he de morir quiero que sea contigo. Que muerto el perro se acabó la rabia. Pero sobre todo, sobre todas las cosas, que si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo.

Morir es un paso que se da en una soledad extraña. Uno muere solo y desnudo o no muere en absoluto. Pero lo cierto es que morir es un paso necesario y no sólo es la última frontera, sino que, quizá, hay que morir varias veces antes. Hay que caer en tierra y morir. Ya el caer en tierra es todo un desafío que implica estar maduro… y morir. Morir es necesario. Morir a lo que soy y a lo que quiero y a los proyectos y a los anhelos y a los caprichos y a las certezas y a los apegos y a las indiferencias y morir a mí mismo y morir sin más. Morir para no quedar solo. Morir porque no hay otra manera de dar fruto, ni grande ni pequeño.

El tema es que morir da miedo, desconcierta, inquieta y duele. Duele, ¡cómo duele! Justamente porque se muere desnudo, solo y en silencio. Aunque la muerte esté llena de rostros y de agradables compañías: se muere en primera persona del singularísimo o la muerte es una mentira. Se muere en silencio, viendo la oscuridad que cae sobre las luces ficticias que hemos encendido y también sobre las tenues insinuaciones del crepúsculo.

Pero se muere y duele y punto. No hay necesidad de edulcorar verdades. Se muere y duele. Cierto es que si el grano muere da fruto y mucho fruto. Esa es la promesa que enciende la esperanza. Esperanza que es, quizá, la única luz que vale en medio de la tiniebla de la muerte. Es suficiente esa luz tenue de lumbre que no despunta los detalles pero perfila e insinúa las siluetas. En cualquier caso, primero toca caer y morir. Y duele, ¡cómo duele!

Que pase este mundo y venga tu gracia.

martes, 3 de mayo de 2011

DE PROCESOS LENTOS


Lo negué en su momento: no por empeño alguno en mentir sino por no ser capaz de verlo con claridad cuando alguien inquirió sobre el tema en busca de respuesta. Lo negué, lo oculté, le tiré tierra encima, no quise verlo o no me permití descubrirlo, no lo sé. Pero la verdad es que soy de procesos lentos, debo asumirlo con franqueza. Quizá reconocer esto hoy y aquí es el signo de una realidad que decanta lentamente y permite atisbos de claridad o, al menos, disipación de turbiezas. Quizá es sólo un nuevo punto de partida.

La lentitud, la pausa, el ritmo lerdo, altera a alguna gente. Más de uno ha intentado (y sé que sin malicia) apresurar mi paso en los procesos, como quien alienta la llama al soplarla, como quien pone una planta en un invernadero. Digo más de uno, y en ese número mayor a la unidad me incluyo, porque yo, el de los procesos lentos, fui el primero en intentar apurarlos. Intenté –debo reconocerlo– cerrar círculos y etapas a la fuerza, dar pasos para los que todavía no me daba el largo de las piernas. Es que la lentitud de los procesos y la ansiedad arrasadora se mezclan en un mismo y curioso movimiento. Debe ser lo mismo –sospecho– que hace que se trabe mi lengua cuando quiero terminar de decir la palabra que apenas estoy empezando, o lo que me hace escribir vocablos inexistentes e inexactos por error en el afán de aprisionar la idea que vuela cerca de mi mente.

Soy de procesos lentos y hoy descubro que la planta necesitaba madurar a su ritmo y perder las hojas en otoño y pasar el invierno y resistir la poda y dejarse reventar de pimpollos en primavera y florecer y dar frutos y seguir la cantinela. Soplar la llama no servía, porque soy de procesos lentos y no sé arder a otro ritmo que el del fuego suave que sólo quema despacio, incendiando las astillas. Necesitaba caerme y dolerme y pasar raspones y conocer más el piso porque no lo conocía suficientemente aunque pensara lo contrario. Soy de procesos lentos y no sé en qué momento soplé tanto el fuego que lo ahogué. Necesitaba crecer y en lugar de esperar me puse en puntas de pié. Evité golpes, caídas, fracasos, moretones y cicatrices. Apuré el fuego y me quedé sin leños cuando aún necesitaba el calor.

¡Ah! Pero parece que queda una chispa. Una brasa incandescente abrigada en el rescoldo, esperando a ser atizada. Un hálito de vida oculto en el fondo del tronco para salir a reverdecer en cuanto lleguen los primeros vientos cálidos. ¡Quién pudiera abrazar esta lentitud que a los ojos de otros es torpeza! ¡Quién pudiera dejar que la pausa le gane al ansioso apuro y permita disfrutar el proceso! ¡Quién pudiera entregarse de una buena vez a los ritmos que no son propios y confiar! ¡Confiar! Que el invierno es largo, pero es el preludio necesario de la primavera.

Haceme pequeñito y ayudame a abrazar mi ritmo lerdo, mis pasos torpes, mi debilidad, donde se manifiesta tu fuerza. Haceme pequeñito, para que confíe más e intente controlar un poco menos. Haceme pequeñito, para poder decir, con sencillez: “lento, lento, pero vengo”.