martes, 3 de mayo de 2011

DE PROCESOS LENTOS


Lo negué en su momento: no por empeño alguno en mentir sino por no ser capaz de verlo con claridad cuando alguien inquirió sobre el tema en busca de respuesta. Lo negué, lo oculté, le tiré tierra encima, no quise verlo o no me permití descubrirlo, no lo sé. Pero la verdad es que soy de procesos lentos, debo asumirlo con franqueza. Quizá reconocer esto hoy y aquí es el signo de una realidad que decanta lentamente y permite atisbos de claridad o, al menos, disipación de turbiezas. Quizá es sólo un nuevo punto de partida.

La lentitud, la pausa, el ritmo lerdo, altera a alguna gente. Más de uno ha intentado (y sé que sin malicia) apresurar mi paso en los procesos, como quien alienta la llama al soplarla, como quien pone una planta en un invernadero. Digo más de uno, y en ese número mayor a la unidad me incluyo, porque yo, el de los procesos lentos, fui el primero en intentar apurarlos. Intenté –debo reconocerlo– cerrar círculos y etapas a la fuerza, dar pasos para los que todavía no me daba el largo de las piernas. Es que la lentitud de los procesos y la ansiedad arrasadora se mezclan en un mismo y curioso movimiento. Debe ser lo mismo –sospecho– que hace que se trabe mi lengua cuando quiero terminar de decir la palabra que apenas estoy empezando, o lo que me hace escribir vocablos inexistentes e inexactos por error en el afán de aprisionar la idea que vuela cerca de mi mente.

Soy de procesos lentos y hoy descubro que la planta necesitaba madurar a su ritmo y perder las hojas en otoño y pasar el invierno y resistir la poda y dejarse reventar de pimpollos en primavera y florecer y dar frutos y seguir la cantinela. Soplar la llama no servía, porque soy de procesos lentos y no sé arder a otro ritmo que el del fuego suave que sólo quema despacio, incendiando las astillas. Necesitaba caerme y dolerme y pasar raspones y conocer más el piso porque no lo conocía suficientemente aunque pensara lo contrario. Soy de procesos lentos y no sé en qué momento soplé tanto el fuego que lo ahogué. Necesitaba crecer y en lugar de esperar me puse en puntas de pié. Evité golpes, caídas, fracasos, moretones y cicatrices. Apuré el fuego y me quedé sin leños cuando aún necesitaba el calor.

¡Ah! Pero parece que queda una chispa. Una brasa incandescente abrigada en el rescoldo, esperando a ser atizada. Un hálito de vida oculto en el fondo del tronco para salir a reverdecer en cuanto lleguen los primeros vientos cálidos. ¡Quién pudiera abrazar esta lentitud que a los ojos de otros es torpeza! ¡Quién pudiera dejar que la pausa le gane al ansioso apuro y permita disfrutar el proceso! ¡Quién pudiera entregarse de una buena vez a los ritmos que no son propios y confiar! ¡Confiar! Que el invierno es largo, pero es el preludio necesario de la primavera.

Haceme pequeñito y ayudame a abrazar mi ritmo lerdo, mis pasos torpes, mi debilidad, donde se manifiesta tu fuerza. Haceme pequeñito, para que confíe más e intente controlar un poco menos. Haceme pequeñito, para poder decir, con sencillez: “lento, lento, pero vengo”.

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