jueves, 14 de octubre de 2010

Creo en el amor que Dios nos tiene


Porque es tarde, Dios mío,
porque anochece ya
y se nubla el camino,

porque temo perder
las huellas que he seguido,
no me dejes tan solo
y quédate conmigo.

Porque he sido rebelde
y he buscado el peligro,
y escudriñé curioso
las cumbres y el abismo,
perdóname, Señor,
y quédate conmigo.

Porque ardo en sed de ti
y en hambre de tu trigo,
ven, siéntate a mi mesa,
dígnate ser mi amigo.
¡Qué aprisa cae la tarde...!
¡quédate conmigo! Amén.

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Hace un tiempo, hará cosa de dos meses y algo más, mi párroco nos invitaba en la homilía a hacer un ejercicio. Nos invitó a intentar, durante la semana, escribir un hipotético obituario para nuestra muerte. Una dinámica muchas veces usadas en grupos juveniles. El sentido del ejercicio estaba anclado en toda la predicación, pero hoy no viene al caso. El punto es que como motivación para que, efectivamente, realizásemos el ejercicio, el nos compartió lo que él mismo había escrito. Decía varias cosas, algunas más bien graciosas, pero hubo una, la que estaba al final de todas que me quedó resonando en el corazón y que aún hoy moviliza. Decía: “Creyó en el amor que Dios nos tiene”.

Lo recé. Pucha que lo recé. Yo rezo con casi cualquier cosa que llega a mis oídos. Pero aquella frase me tocó el corazón, porque me di cuenta que es una cosa preciosa por la cual ser recordado: haber creído, haberse entregado, haberse dejado maravillar por el amor que Dios nos tiene, por el Amor.

Digo: "creo". Creo en el amor que Dios nos tiene. Lo digo en plural porque sé que su amor es católico, pero no puedo no decirlo en singular. Creo en el amor que Dios me tiene. Pero cuidado, creo en ese amor por una razón más bien simple: lo palpo, lo vivo cada día. ¿Cómo dudar del amor que Dios me tiene? Habiendo hecho experiencia de su amor, descubriéndome como “el discípulo amado”, con la cabeza en el pecho, atento a la escucha; ¿cómo dudar de su infinito amor, de su personalísimo amor, de su único amor? Sería un idiota si dudase de ello.

Dios es el centro de mi vida. Dios es el sitio en el que abrevo. Quiero que mi vida sea derramada sus pies. Muchos dirían malgastada, desperdiciada: yo digo, sencillamente, entregada. En estos días descubrí que es muy posible que se me gaste toda la vida en intentar seguir a Jesús por el camino de la cruz y la humildad mientras tropiezo mil veces. Que se gaste, si es en ese intento, que se gaste. Que se gaste a sus pies, que se gaste tras su huella.

Si hubiese un lugar para mi obituario, no querría que dijese muchas cosas, solamente:

“Gerardo, pequeño discípulo amado.
Creyó en el amor que Dios nos tiene”.


Nota: Atendiendo a que pretendo evitar irrumpir en llanto, voy a esquivar la posibilidad de ponerme metatextual y comentar o dar razones del poema puesto al principio. Sólo diré que es el himno de las vísperas de hoy. A mi me sumió en las entrañas de la oración, quizá a alguien más le haga ese favor.

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