viernes, 23 de julio de 2010

RELATO PEQUEÑO (parte 2)


[...]

Comenzaron a llegar sus compañeros de trabajo. Respiró profundo y se tragó su angustia. “Al trabajo hay que cumplirle. Lo único que me falta es perder todo lo que he conseguido con tanto esfuerzo. Ahí sí que me entrego a la angustia”, pensó.


Tragarse la angustia en el trabajo era fácil. Casi tan fácil como cuando estaba en la psicóloga. La multitud de ruidos alrededor y las muchas tareas que había que hacer hacían sencillo el pensar en otra cosa. Además Manuel era verdaderamente brillante en la realización de su trabajo y eso lo entretenía mucho. Tanto que durante el último mes había estado haciendo tantas horas extras como le era posible para no irse en meditaciones inútiles que no hacían más ­–según creía– que hacer que perdiera de vista lo importante: todo lo que tenía, lo que había conseguido y lo que, indudablemente, todavía le quedaba por conseguir: su indiscutido y necesario éxito personal, presente por delante como la zanahoria que impulsa al burro por atracción.


En las horas de trabajo, las habituales y las extras, él se separaba de sus aflicciones y allí estaba, todo al servicio del progreso. Progreso propio pero también de los demás, porque si algo no era Manuel era egoísta y nunca hubiese querido crecer pisoteando a nadie más. Pero sí quería crecer, está claro.


Aquel día no paró ni para comer. Comió algo mientras terminaba unas planillas que tenía que entregar por la tarde. Después siguió con sus otras responsabilidades y una vez que hubo terminado con ellas buscó y hasta inventó otras más. El asunto es que se quedó en la oficina dos horas más de lo pautado por su convenio de trabajo y adelantó tareas de casi toda la semana. A la angustia había que ganarle a pulmón y sin dejarle lugar a tonterías.


Cuando terminó con el trabajo apagó la computadora. Se disponía a salir y volver a su casa. Eran ya las siete de la tarde. Estaba cansado. Planeaba llegar, tomar un baño, ver algo de tele y luego buscar a Mariana para ir a cenar o a ver una película. No quería acostarse muy tarde porque al día siguiente debía madrugar. Cuando se disponía a salir, se abrió la puerta de la sala de reuniones.

—Manuel, ¿podés venir? —dijo su jefe asomándose.

—Voy —respondió sorprendido.


Entró en la sala de reuniones. El presidente de la empresa y otro miembro del directorio estaban sentados a la mesa. Su jefe cerró la puerta tras de sí y lo escoltó hasta una silla.

—Buenas tardes —dijo Manuel inmerso en nervios e intriga.

—Buenas tardes —respondieron los ejecutivos al unísono y con una sonrisa.

—Es tarde para que siga por acá —dijo socarronamente Aureliano Rodríguez, el presidente.

—Sí, estaba terminando algunos trabajos —respondió Manuel.

—Eso habla muy bien de su responsabilidad y entrega por la compañía.

—Bueno, esta empresa ha sido muy generosa conmigo y no puedo más que ser responsable y cumplir con mi trabajo.

—Eso, exactamente, es lo que nosotros esperamos de nuestros empleados. Por eso, justamente, es que te hemos llamado. La empresa abrirá en algunos meses más una nueva sucursal en la Patagonia. Hemos estado hablando con el directorio y hemos llegado a la conclusión de que usted es la persona idónea para estar al frente de dicha sucursal. Con sus conocimientos y sus capacidades sabemos que hará crecer mucho a esta empresa —dijo con solemnidad Aureliano.


Manuel tuvo sentimientos encontrados. Al tiempo que la angustia empezaba a atacar y pretendía poblar el pecho, lo invadió un nerviosismo y un orgullo por el reconocimiento que lo sobrepasaban ligeramente.

—Esto es en verdad inesperado. Si acaso había soñado con un ascenso. Pero un traslado es tan… inesperado —replicó Manuel aturdido.

—Esta es una oportunidad única Manuel. Es un ascenso, un gran ascenso, te convertirías en gerente regional. Pero además es la oportunidad de que demuestres todo lo que valés, todo lo que tenés para dar y que te proyectes hasta el infinito, porque en esta compañía se premia la excelencia —lo motivó Carlos, su jefe.

—Ciertamente, Manuel. Carlos tiene razón —secundó Aureliano.

—Tengo que pensarlo. La propuesta me entusiasma mucho, porque sé que es una oportunidad única… pero necesito pensarlo —aseveró.

—Piénselo bien. Pero le advierto que necesito una respuesta para el primero del mes próximo: pensamos devorarnos el mercado patagónico —instó el presidente.

—De acuerdo, el lunes próximo le doy mi respuesta. Muchas gracias por pensar en mí, es un verdadero honor.

—Esto se debe a su esfuerzo y esmero. Piénselo y en verdad espero que acepte la oferta —repitió el hombre.


Manuel tomó el ascensor y bajó. Cuando salió a la calle se topó con un mendigo.

—¿Tiene una monedita que me dé, por amor de Dios? —dijo el hombre.

—Nada —respondió secamente Manuel que iba absorto en lo que acababa de sucederle. No dio ni dos pasos cuando se arrepintió de ser tan descortés. Se volvió y dio al pobre mendigo dos monedas.

—Gracias doy a Dios por su misericordia, porque se ha acordado de su siervo y ha usado tus manos para sostenerme —dijo con cierta solemnidad el viejo.


Manuel quedó absorto. No tanto por lo extraño que le resultaba al oído sentir a aquel hombre hablar así, sino, sobre todo, porque se dio cuenta de una cosa: en algún momento de su vida, sin darse cuenta siquiera, se había convertido en la persona más soberbia del mundo. Que el hombre diera gracias a Dios y no a él por las monedas recibidas le chocó muchísimo. Entendió que él mismo no había sido capaz y no era capaz todavía de agradecer a Dios por todo lo que tenía, todo lo que había conseguido. Él se sentía satisfecho y tenía la sensación de haberlo conseguido todo solo, todo por sus propios medios. Si a alguien agradecía con reverencia era a la empresa y a los hombres que en algo lo habían ayudado. Pero a Dios, a Dios nunca le había agradecido, como si él nada tuviera que ver con esto. Mientras tanto, ese otro hombre, tan vacío de toda riqueza, tan pobre y despojado, le agradecía a Dios por lo mínimo que recibía… y sólo a Dios. El mal de angustia lo pobló, lo invadió como nunca; a punto tal que tuvo que salir corriendo porque sintió que se sofocaba.


Uno, por regla general sabe que siempre que llovió paró. Pero aquel día parecía que sería la excepción. Aquel día empezó a llover y parecía que ya nunca volvería a parar. Esa fue una de las primeras sensaciones que tuvo Manuel en el momento mismo en el que el ardor estremecedor que precede al llanto le asfixió los ojos. Esa extraña mezcla ácida y salada fluyó lento al principio y un poco más caudalosa después, pero cada gota anunciaba que quizá no acabaría jamás. El hombre tenía la sensación de que así sería, pero también el hondo deseo de que jamás parase aquella tormenta. Para ser francos, él hubiese preferido una tormenta de violencia desorbitada que lo ahogase para siempre, pero viendo que eso no sucedía prefería la eternal gris garúa. Sucede que cuando el alma ha sido llamada desde la más honda tristeza y fija allí su residencia, el brillo del sol sobre los árboles parece un insulto, una burla de lo más exasperante.


Manuel paró la marcha y se sentó en un banco de plaza: quería desaparecer. Deseaba tanto poder poner la vida en suspenso, que se esfumara su existencia. No quería morir, deseaba profundamente no haber existido nunca. Pero era su única certeza. Como si del cógito cartesiano se tratase, Manuel tenía una única certeza: existía. ¡Cómo le pesaba en ese momento al pobre mal nacido existir! ¡Cómo le pesaba la vida! Lloró, lloró amargamente. Un poco porque estaba decepcionado de sí mismo, otro tanto porque la angustia acumulada en pecho y vientre durante meses y meses y meses, finalmente conseguía salir fuera.


Muchas personas pasaron cerca de él, junto a su ahogado llanto, pero ni le prestaron atención. Fue entonces que, entre sollozo y sollozo levantó ligeramente la cabeza. Frente a él, como surgida de la nada por un bará pronunciado en secreto por la boca de Dios, había una Iglesia. La Parroquia de San Francisco. Los ojos se le quedaron fijos y aunque no pararon las lágrimas de fluir de sus ojos, sí se detuvo el sonoro sollozo en su boca. Algo en el templo lo llamaba, lo invitaba. Manuel no lo dudó y se puso de pie, fue y vio.



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[To be continued]

jueves, 22 de julio de 2010

RELATO PEQUEÑO [parte 1]


“[…] el hombre no es grande hasta que se eleva

por encima de su obra para no ver más que a Dios”

Eloi Leclerc, Sabiduría de un pobre


Los huesos le crepitaban como el fuego de una hoguera cuando se levantaba de la cama. Desperezarse luego del siempre insuficiente descanso nocturno se había convertido en una ruidosa rutina que Manuel disfrutaba y repetía con un ritmo que ni él mismo notaba. Desde que vivía solo en aquel departamento céntrico podía darse el lujo de estirarse haciendo ruido y refunfuñando por el sueño que tenía sin que a nadie le molestara.


Aquella mañana, como casi todas las otras, pasó de la cama a la ducha. Después prendió el televisor y se vistió mientras escuchaba las noticias. No se había caído ninguna torre ni se había perdido ningún avión por los mares del mundo. Nada decía el noticiero de los miles de aviones que habían llegado a destino ni de los muchos rascacielos que seguían en pie. “No es noticia un avión que llega a destino sino un avión que se estrella”, recordó. Luego se dirigió a la cocina del departamento y se preparó un café. Mientras desayunaba leyó un diario. Leyó sólo algunas notas y de las otras apenas ojeó los titulares.


Demoró menos de lo pensado en su caminata hacia el trabajo. Tomó el ascensor al tercer piso y se sentó en su escritorio. Ninguno de sus compañeros había llegado todavía. Prendió su computadora y cuando sintió el monótono y sutil sonido del artefacto echando a andar, volvió a sentir aquel nudo en le pecho. No era sencillo explicar aquella sensación que le ahogaba el pecho al tiempo que le quemaba en los ojos ligeramente. Aquella angustia honda, enraizada en algún lugar del vientre que no podía identificar con mucha facilidad venía aturdiéndolo desde hacía largos meses. Lo que en verdad preocupaba a Manuel era que aquella sensación interior era cada vez más frecuente, más intensa y más prolongada.


Todo coincidía con aquel tiempo de tanto crecimiento personal. Siendo licenciado en Administración de Empresas, había terminado su posgrado en Administración de los Recursos Humanos. Había progresado muchísimo en su trabajo gracias a su gran esfuerzo y dedicación. Se había ido a vivir solo a un departamento amplio y cómodo en el centro, consiguiendo así la independencia que tanto había querido. Había comprado un auto lindo, usado, que estaba en buenísimas condiciones y que había conseguido a un precio accesible. Se había puesto de novio con Mariana, una mujer bella y simpática con la que había sabido ser amigo y de la que se había enamorado casi sin darse cuenta: se divertía mucho con ella y las cosas parecían ir bastante bien. Su jefe le había comentado sobre la posibilidad de un ascenso importante para su carrera dentro de la empresa, con el consiguiente aumento de sueldo y mejora en las condiciones laborales. Todo iba viento en popa, todo estaba saliendo mucho mejor de lo esperado, todo conducía al éxito ansiado y deseado largamente; y justo entonces, justo en medio de ello, se había colado esta desazón interior y profunda.


Fueron muchas las soluciones que le buscó al problema desde que empezó. Primero supuso, simple y llanamente, que estaría cansado por tanto trabajo y esfuerzo. Así que intentó comer mejor y dormir más. El resultado fue escaso, no sólo porque conciliar el sueño era tarea difícil, sino porque la angustia le volvía tan imprevista e intempestivamente como siempre. Asumió entonces que estaría estresado por las presiones de sus actividades y empezó a salir a correr por el parque cuatro veces a la semana. Correr, efectivamente, lo ayudó a conciliar más rápidamente el sueño por las noches y a dormir más profundamente, pero la angustia no se iba, seguía apareciendo tan atroz y voraz como siempre. Se propuso entonces desconectarse del mundo. Con ansias exageradas esperó a las vacaciones y se fue diez días a la playa con amigos. Fue verdaderamente, una idea genial: se desconectó, se abstrajo del mundo de sus obligaciones, descansó la cabeza y el cuerpo. Quizá fue entonces cuando la angustia anduvo más esporádica y lejana, sin embargo el nudo en el pecho andaba asomando lentamente y en cuanto volvió de las vacaciones lo atacó con saña y cruentamente. Finalmente supuso que podría ser que tanto cambio que había tenido en su vida en tan corto tiempo, a pesar de ser cambios buenos y ampliamente deseados y buscados por él, podrían haberle desestabilizado los ejes y las coordenadas, por lo que se decidió a ir al psicólogo. Terminó yendo a una psicóloga que le recomendó un amigo. La experiencia fue interesante: todas las semanas iba una hora a la psicóloga y le pagaba sesenta pesos. Era agradable charlar de cosas tan profundas con alguien y poder hacerlo con tanta libertad. Manuel tenía sus reparos respecto a los psicólogos, pero la experiencia le pareció buena, porque le ayudaba a descargarse de sus tensiones. El problema fue que con el tiempo, llevando ya dos meses de charlas semanales, descubrió algo inquietante: durante la hora que duraba la sesión, él iba descargando tensiones en el diálogo, ella le planteaba algunos puntos de vista sobre sus preocupaciones y él se quedaba tranquilo. Pero la tranquilidad era fugaz, impactantemente fugaz. Salía de la psicóloga y habiendo caminado dos cuadras la angustia lo atacaba vil y groseramente y el nudo en el pecho no lo dejaba respirar. Así que decidió dejar de ir.


El punto culminante había sido la semana anterior. Un día el mal de angustia lo atacó mientras estaba con Mariana. Se puso tan serio el hombre que ella se preocupó y le preguntó si le pasaba algo. A él se le cayó una lágrima de cada ojo y le contó su angustia. Hablaron un buen rato, él le contó de su pena, de lo mucho que le pesaba en el pecho aquella sensación y lo difícil que le resultaba saber de donde venía, puesto que no había ningún aspecto de su vida que marchase mal, que no fuera floreciente. No era la primera vez que lo hablaban, pues el mal de angustia lo azotaba desde hacía ya algunos meses. Con todo, será preciso reconocer que era la primera vez que lo conversaban con ese nivel de profundización. Ella lo escuchó tranquilamente.


—Creo que estás siendo un desagradecido y un inconformista —concluyó ella sin más, mientras que a Manuel la sentencia le cayó como un piano de cola partiéndole la cabeza que agudizó la pesadumbre en su pecho.

—Puede ser —balbució él con la voz entrecortada mientras una tercera lágrima escapó por su ojo derecho.

Se quedaron en silencio. Ella se sintió mal y lo abrazó, pero estaba convencida de lo que le decía. ¡Cómo no estarlo! Si es que el hombre lo tenía todo y todo le salía bien pero la vida le pesaba como piedra de molino atada al tobillo.

—Me voy a ir —dijo él al cabo de hora y media de silencio en el sillón.

—Perdón si te molestó lo que te dije, sólo creo que deberías valorar más lo que tenés y tratar de ser más agradecido —replicó ella, tan cargada de culpa como de certeza.

—No te hagás drama. Si yo creo que tenés razón, el problema es que me entristece muchísimo el descubrir que en verdad no tengo motivo alguno para estar mal, y sin embargo… —no pudo decir más— mejor me voy.

—¿Vas a estar bien? —preguntó ella.

—Sí, no te preocupes —mintió descaradamente. Ella lo sabía, desde luego, y se preocupó, pero ¿qué más hacer?

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[TO BE CONTINUED]