jueves, 22 de julio de 2010

RELATO PEQUEÑO [parte 1]


“[…] el hombre no es grande hasta que se eleva

por encima de su obra para no ver más que a Dios”

Eloi Leclerc, Sabiduría de un pobre


Los huesos le crepitaban como el fuego de una hoguera cuando se levantaba de la cama. Desperezarse luego del siempre insuficiente descanso nocturno se había convertido en una ruidosa rutina que Manuel disfrutaba y repetía con un ritmo que ni él mismo notaba. Desde que vivía solo en aquel departamento céntrico podía darse el lujo de estirarse haciendo ruido y refunfuñando por el sueño que tenía sin que a nadie le molestara.


Aquella mañana, como casi todas las otras, pasó de la cama a la ducha. Después prendió el televisor y se vistió mientras escuchaba las noticias. No se había caído ninguna torre ni se había perdido ningún avión por los mares del mundo. Nada decía el noticiero de los miles de aviones que habían llegado a destino ni de los muchos rascacielos que seguían en pie. “No es noticia un avión que llega a destino sino un avión que se estrella”, recordó. Luego se dirigió a la cocina del departamento y se preparó un café. Mientras desayunaba leyó un diario. Leyó sólo algunas notas y de las otras apenas ojeó los titulares.


Demoró menos de lo pensado en su caminata hacia el trabajo. Tomó el ascensor al tercer piso y se sentó en su escritorio. Ninguno de sus compañeros había llegado todavía. Prendió su computadora y cuando sintió el monótono y sutil sonido del artefacto echando a andar, volvió a sentir aquel nudo en le pecho. No era sencillo explicar aquella sensación que le ahogaba el pecho al tiempo que le quemaba en los ojos ligeramente. Aquella angustia honda, enraizada en algún lugar del vientre que no podía identificar con mucha facilidad venía aturdiéndolo desde hacía largos meses. Lo que en verdad preocupaba a Manuel era que aquella sensación interior era cada vez más frecuente, más intensa y más prolongada.


Todo coincidía con aquel tiempo de tanto crecimiento personal. Siendo licenciado en Administración de Empresas, había terminado su posgrado en Administración de los Recursos Humanos. Había progresado muchísimo en su trabajo gracias a su gran esfuerzo y dedicación. Se había ido a vivir solo a un departamento amplio y cómodo en el centro, consiguiendo así la independencia que tanto había querido. Había comprado un auto lindo, usado, que estaba en buenísimas condiciones y que había conseguido a un precio accesible. Se había puesto de novio con Mariana, una mujer bella y simpática con la que había sabido ser amigo y de la que se había enamorado casi sin darse cuenta: se divertía mucho con ella y las cosas parecían ir bastante bien. Su jefe le había comentado sobre la posibilidad de un ascenso importante para su carrera dentro de la empresa, con el consiguiente aumento de sueldo y mejora en las condiciones laborales. Todo iba viento en popa, todo estaba saliendo mucho mejor de lo esperado, todo conducía al éxito ansiado y deseado largamente; y justo entonces, justo en medio de ello, se había colado esta desazón interior y profunda.


Fueron muchas las soluciones que le buscó al problema desde que empezó. Primero supuso, simple y llanamente, que estaría cansado por tanto trabajo y esfuerzo. Así que intentó comer mejor y dormir más. El resultado fue escaso, no sólo porque conciliar el sueño era tarea difícil, sino porque la angustia le volvía tan imprevista e intempestivamente como siempre. Asumió entonces que estaría estresado por las presiones de sus actividades y empezó a salir a correr por el parque cuatro veces a la semana. Correr, efectivamente, lo ayudó a conciliar más rápidamente el sueño por las noches y a dormir más profundamente, pero la angustia no se iba, seguía apareciendo tan atroz y voraz como siempre. Se propuso entonces desconectarse del mundo. Con ansias exageradas esperó a las vacaciones y se fue diez días a la playa con amigos. Fue verdaderamente, una idea genial: se desconectó, se abstrajo del mundo de sus obligaciones, descansó la cabeza y el cuerpo. Quizá fue entonces cuando la angustia anduvo más esporádica y lejana, sin embargo el nudo en el pecho andaba asomando lentamente y en cuanto volvió de las vacaciones lo atacó con saña y cruentamente. Finalmente supuso que podría ser que tanto cambio que había tenido en su vida en tan corto tiempo, a pesar de ser cambios buenos y ampliamente deseados y buscados por él, podrían haberle desestabilizado los ejes y las coordenadas, por lo que se decidió a ir al psicólogo. Terminó yendo a una psicóloga que le recomendó un amigo. La experiencia fue interesante: todas las semanas iba una hora a la psicóloga y le pagaba sesenta pesos. Era agradable charlar de cosas tan profundas con alguien y poder hacerlo con tanta libertad. Manuel tenía sus reparos respecto a los psicólogos, pero la experiencia le pareció buena, porque le ayudaba a descargarse de sus tensiones. El problema fue que con el tiempo, llevando ya dos meses de charlas semanales, descubrió algo inquietante: durante la hora que duraba la sesión, él iba descargando tensiones en el diálogo, ella le planteaba algunos puntos de vista sobre sus preocupaciones y él se quedaba tranquilo. Pero la tranquilidad era fugaz, impactantemente fugaz. Salía de la psicóloga y habiendo caminado dos cuadras la angustia lo atacaba vil y groseramente y el nudo en el pecho no lo dejaba respirar. Así que decidió dejar de ir.


El punto culminante había sido la semana anterior. Un día el mal de angustia lo atacó mientras estaba con Mariana. Se puso tan serio el hombre que ella se preocupó y le preguntó si le pasaba algo. A él se le cayó una lágrima de cada ojo y le contó su angustia. Hablaron un buen rato, él le contó de su pena, de lo mucho que le pesaba en el pecho aquella sensación y lo difícil que le resultaba saber de donde venía, puesto que no había ningún aspecto de su vida que marchase mal, que no fuera floreciente. No era la primera vez que lo hablaban, pues el mal de angustia lo azotaba desde hacía ya algunos meses. Con todo, será preciso reconocer que era la primera vez que lo conversaban con ese nivel de profundización. Ella lo escuchó tranquilamente.


—Creo que estás siendo un desagradecido y un inconformista —concluyó ella sin más, mientras que a Manuel la sentencia le cayó como un piano de cola partiéndole la cabeza que agudizó la pesadumbre en su pecho.

—Puede ser —balbució él con la voz entrecortada mientras una tercera lágrima escapó por su ojo derecho.

Se quedaron en silencio. Ella se sintió mal y lo abrazó, pero estaba convencida de lo que le decía. ¡Cómo no estarlo! Si es que el hombre lo tenía todo y todo le salía bien pero la vida le pesaba como piedra de molino atada al tobillo.

—Me voy a ir —dijo él al cabo de hora y media de silencio en el sillón.

—Perdón si te molestó lo que te dije, sólo creo que deberías valorar más lo que tenés y tratar de ser más agradecido —replicó ella, tan cargada de culpa como de certeza.

—No te hagás drama. Si yo creo que tenés razón, el problema es que me entristece muchísimo el descubrir que en verdad no tengo motivo alguno para estar mal, y sin embargo… —no pudo decir más— mejor me voy.

—¿Vas a estar bien? —preguntó ella.

—Sí, no te preocupes —mintió descaradamente. Ella lo sabía, desde luego, y se preocupó, pero ¿qué más hacer?

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[TO BE CONTINUED]

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