“[…] el hombre no es grande hasta que se eleva
por encima de su obra para no ver más que a Dios”
Eloi Leclerc, Sabiduría de un pobre
Los huesos le crepitaban como el fuego de una hoguera cuando se levantaba de
Aquella mañana, como casi todas las otras, pasó de la cama a
Demoró menos de lo pensado en su caminata hacia el trabajo. Tomó el ascensor al tercer piso y se sentó en su escritorio. Ninguno de sus compañeros había llegado todavía. Prendió su computadora y cuando sintió el monótono y sutil sonido del artefacto echando a andar, volvió a sentir aquel nudo en le pecho. No era sencillo explicar aquella sensación que le ahogaba el pecho al tiempo que le quemaba en los ojos ligeramente. Aquella angustia honda, enraizada en algún lugar del vientre que no podía identificar con mucha facilidad venía aturdiéndolo desde hacía largos meses. Lo que en verdad preocupaba a Manuel era que aquella sensación interior era cada vez más frecuente, más intensa y más prolongada.
Todo coincidía con aquel tiempo de tanto crecimiento personal. Siendo licenciado en Administración de Empresas, había terminado su posgrado en Administración de los Recursos Humanos. Había progresado muchísimo en su trabajo gracias a su gran esfuerzo y dedicación. Se había ido a vivir solo a un departamento amplio y cómodo en el centro, consiguiendo así la independencia que tanto había querido. Había comprado un auto lindo, usado, que estaba en buenísimas condiciones y que había conseguido a un precio accesible. Se había puesto de novio con Mariana, una mujer bella y simpática con la que había sabido ser amigo y de la que se había enamorado casi sin darse cuenta: se divertía mucho con ella y las cosas parecían ir bastante bien. Su jefe le había comentado sobre la posibilidad de un ascenso importante para su carrera dentro de la empresa, con el consiguiente aumento de sueldo y mejora en las condiciones laborales. Todo iba viento en popa, todo estaba saliendo mucho mejor de lo esperado, todo conducía al éxito ansiado y deseado largamente; y justo entonces, justo en medio de ello, se había colado esta desazón interior y profunda.
Fueron muchas las soluciones que le buscó al problema desde que empezó. Primero supuso, simple y llanamente, que estaría cansado por tanto trabajo y esfuerzo. Así que intentó comer mejor y dormir más. El resultado fue escaso, no sólo porque conciliar el sueño era tarea difícil, sino porque la angustia le volvía tan imprevista e intempestivamente como siempre. Asumió entonces que estaría estresado por las presiones de sus actividades y empezó a salir a correr por el parque cuatro veces a
El punto culminante había sido la semana anterior. Un día el mal de angustia lo atacó mientras estaba con Mariana. Se puso tan serio el hombre que ella se preocupó y le preguntó si le pasaba algo. A él se le cayó una lágrima de cada ojo y le contó su angustia. Hablaron un buen rato, él le contó de su pena, de lo mucho que le pesaba en el pecho aquella sensación y lo difícil que le resultaba saber de donde venía, puesto que no había ningún aspecto de su vida que marchase mal, que no fuera floreciente. No era la primera vez que lo hablaban, pues el mal de angustia lo azotaba desde hacía ya algunos meses. Con todo, será preciso reconocer que era la primera vez que lo conversaban con ese nivel de profundización. Ella lo escuchó tranquilamente.
—Creo que estás siendo un desagradecido y un inconformista —concluyó ella sin más, mientras que a Manuel la sentencia le cayó como un piano de cola partiéndole la cabeza que agudizó la pesadumbre en su pecho.
—Puede ser —balbució él con la voz entrecortada mientras una tercera lágrima escapó por su ojo derecho.
Se quedaron en silencio. Ella se sintió mal y lo abrazó, pero estaba convencida de lo que le decía. ¡Cómo no estarlo! Si es que el hombre lo tenía todo y todo le salía bien pero la vida le pesaba como piedra de molino atada al tobillo.
—Me voy a ir —dijo él al cabo de hora y media de silencio en el sillón.
—Perdón si te molestó lo que te dije, sólo creo que deberías valorar más lo que tenés y tratar de ser más agradecido —replicó ella, tan cargada de culpa como de certeza.
—No te hagás drama. Si yo creo que tenés razón, el problema es que me entristece muchísimo el descubrir que en verdad no tengo motivo alguno para estar mal, y sin embargo… —no pudo decir más— mejor me voy.
—¿Vas a estar bien? —preguntó ella.
—Sí, no te preocupes —mintió descaradamente. Ella lo sabía, desde luego, y se preocupó, pero ¿qué más hacer?
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[TO BE CONTINUED]
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