miércoles, 19 de septiembre de 2012

VOLVER A LOS 17



Volver a los 17
después de vivir un siglo
es como descifrar signos
sin ser sabio competente.
Volver a ser de repente
tan frágil como un segundo,
volver a sentir profundo
como un niño frente a Dios,
eso es lo que siento yo
en este instante fecundo.

Se va enredando, enredando
como en el muro la hiedra
y va brotando, brotando
como el musguito en la piedra.
Como el musguito en la piedra
¡ay sí, sí, sí!

[…]
El amor es torbellino
de pureza original,
hasta el feroz animal
susurra su dulce trino,
detiene a los peregrinos,
libera a los prisioneros.
El amor con sus esmeros
al viejo lo vuelve niño
y al malo sólo el cariño
lo vuelve puro y sincero.

(Volver a los 17, una canción de Violeta Parra)

Valdría decir, tal vez, volver a los 16. Pero también volver a los 17, a los 18, a los 19, a los 20, a los 21, a los 22, a los 23. Volver no por la abducción de la nostalgia. Volver porque siempre se vuelve, porque siempre vuelvo, porque a veces necesito remontar el camino hasta la base del tronco y descubrir cómo desde allí nace la raíz que penetra en el pozo en que abrevo.
Hace poco el pasado venía a golpear a mi puerta. 40 años cumplía, de peregrinaje, el rincón de caminantes que me supo dar la vida en la adolescencia. Fui y soy peregrino, por contagio, por estadía, por opción. Soy peregrino porque hice un retiro llamado oasis, un día, y empecé a participar del Movimiento Juvenil Peregrinos junto a un montón de otros adolescentes. Pero también soy peregrino porque desde ese rincón del universo descubrí que soy y opté ser caminante en la noche de los tiempos. Caminante que grita, canta, susurra y hasta ruega: maran ‘athâ’ (מרן אתא). Caminante que anda y que pide, en verdad, “Ven, oh Señor”. Caminante cuya raíz más profunda es la fe en Dios vivo y presente en medio nuestro.
El fin de semana que pasó se cumplieron 11 años desde aquellos días de 2001 en que viví mi oasis original. La matemática de la historia quiso que este año se repitiera con exactitud cronológica la fecha del oasis. Aquel fin de semana de 2001 fue 14, 15 y 16 de septiembre. Este fin de semana de 2012, también. Otra vez la vida llevaba al alma hacia el lugar santo en el que Dios quiso salirme al encuentro cuando yo iba todavía de camino repasando el discurso que en mi mente había armado para pedirle vivir como uno de sus sirvientes. Como los judíos en el desierto, como el hijo pródigo ante el padre misericordioso, quizá como los discípulos de Jesús que buscaban un guerrero que luchara por la liberación, yo buscaba por entonces –creo, y leo miando desde acá la historia– ser esclavo de un mejor amo. Pero Dios me salió al encuentro en el camino y me ofreció un mejor trato: ser libre. Me ofreció peregrinar por el desierto, lugar de la palaba; me ofreció el perdón a mis ofensas y recuperar mi nombre de hijo; me ofreció su cuerpo como alimento. Remontar mi historia me hizo remontar un poco la Historia y caminar hasta las colinas de Jerusalén y encontrarme a Jesús preguntando(me): “¿También ustedes quieren dejarme?”. Y sorprenderme con Pedro diciendo lo que yo mismo no podía decir, y sorprenderme con Juan –me gusta pensar en Juan, el amado, de esa manera–, sin necesitar una sola palabra para decir con amorosa convicción lo mismo que Pedro expresó de buena forma: “¿A quién iríamos?, sólo tú tienes palabras de vida eterna”. Como el Cura Rural del Diario de Bernanós, sentí mi alma anclada, clavada a aquel instante del Evangelio.
Pero el fin de semana quiso darle un giro más a la memoria. El domingo, de madrugada, al tiempo que despuntaba la estrella matutina, partía a la casa del Padre Eterno un abuelo, un padre, un amigo. A los 89 años fallecía el Vlady, el peregrino mayor. Estaba preparado para la noticia, muchos estábamos preparados. Recibí un mensaje a las 7 de la mañana. Lo esperaba, es verdad y de buenas a primeras no me generó ninguna tristeza porque lo primero en lo que pensé fue en que, por fin, iba a verlo cara a cara a Jesús. Recordé, casi automáticamente, aquella vez que nos dijo que él ya estaba viejo y que pronto iba a morir y que cuando se fuera con Jesús le iba a hablar de nosotros, los peregrinos. Me arrancó una sonrisa el recuerdo, pero también la profunda convicción de que eso ya estaba pasando en ese instante. El fin de semana fue movilizador. Todo el domingo estuve en la parroquia, junto a tantas personas que lo querían con locura. Unos lloraban de pena, otros de emoción, otros reían, otros compartían anécdotas. Tuve que seguir recordando, porque la vida me empujaba a ello. Recordé el mucho tiempo de trabajo con el Vlady, las charlas con él, sus pequeños gestos que me sorprendían, sus miradas de cariño, las peleas por las diferencias de opinión sobre el trabajo en el movimiento, los enojos, el perdón. Recordé las muchas veces que escuchó mi confesión y sus palabras siempre oportunas. Recordé sus sonrisas y su paciencia conmigo. Trabajar con él era difícil a veces, porque era un tano exigente, que decía cosas como: “todos tenemos excusas para hacer las cosas mal, pero las cosas hay que hacerlas bien”. Pero su presencia era siempre una caricia porque también decía cosas como: “Para ser cristiano, primero hay que aprender a ser humano”, o sencillamente, “yo los quiero mucho”. Cuando vi el templo lleno en su misa de exequias, no pude evitar recordar aquel día de 2005 en que falleció Juan Pablo II, la misa se llenó de fieles, desbordaba y él comenzó su homilía diciendo: “¿Qué hacen todos ustedes acá?”, y sin esperar respuesta explicó él mismo por qué había allí tanta gente: se había muerto una persona muy amada por todos. Lo mismo pasó en su funeral. Nos encontramos todos ahí porque necesitábamos despedirnos, agradecerle su vida partida y repartida, y pedirle, como último favor, que no se olvide de rezar por nosotros.
Me enteré de que el Vlady estaba internado en la madrugada del sábado 15, el día de Nuestra Señora de los Dolores y falleció el Domingo 16, el día en que celebraban la trasladada fiesta patronal en la Parroquia de los Dolores, de la que él fue párroco durante años. El padre Ángel, actual párroco, nos invitaba a ver en ello un signo. ¿Cómo pasarlo por alto? El Vlady se fue bajo la mirada de Nuestra Señora de Los Dolores, que permanece firme junto a la cruz, demostrando que su vida entera estuvo entregada allí, a los pies de Jesús, pobre y crucificado. Yo hasta este fin de semana, jamás había caído en cuenta en un dato obvio: mi oasis original, el que me posibilitó el encuentro personal con Jesús, fue también para un fin de semana en que, como en este, se celebraba la fiesta de la Virgen Dolorosa. El Vlady me recordó con su partida que mi vida está abrazada, de la misma manera, a los pies de Jesús pobre y crucificado… y no por un artilugio del destino, sino por voluntad: voluntad de Dios primero, voluntad mía, tímidamente, detrás.

viernes, 14 de septiembre de 2012

CANTAR AL JESÚS DEL MADERO... Y AL MADERO DE JESÚS



¡No puedo cantar, ni quiero,
a ese Jesús del madero,
sino al que anduvo en el mar!

De “La Saeta”, Antonio Machado
En Campos de Castilla, 1912

Mirando la cruz esta mañana se me vino a la cabeza la poesía de Machado y se me llenó el corazón de ruidos. Desdecir a Machado me queda grande, pero me parece necesario. Yo hoy puedo, quiero y necesito cantar al Jesús del madero.  Alabar a Cristo y bendecirlo porque por su Santa Cruz redimió al mundo. Me quedé rezando en esta fe hermosa que tenemos que, en el extremo del absurdo, hace apología de la debilidad. Si algo conquista mi corazón es eso, esa apología de la debilidad. Dios poniendo su mirada en los débiles y pequeños. Dios que no ve como ve el hombre, porque el hombre ve lo que se ve, pero Dios ve el corazón. Dios anonadándose. Dios optando un camino a contramano. E invitándonos a optarlo.

Pasa que hoy es el día de la exaltación de la cruz. “¿Qué clase de fe exalta un instrumento de tortura?”, pensarán mucho casi horrorizados. Yo creo que mirarlo desde allí es morder el anzuelo de la confusión que no deja ver una verdad grande. Es que la cruz es puerta a la vida. Allí Dios se anonadó y se entregó al todo para que tuviéramos vida en abundancia, para demostrar que aquello de “no hay amor más grande que dar la vida por los amigos” (Cf. Jn 15,14) no era sólo un discursito demagógico, sino un programa de vida. Porque allí es donde la dinámica de amor del cristianismo toma su valor verdadero.  Como dijo el obispo san Andrés de Creta en su disertación Sobre la Exaltación de la santa cruz:

“Por la cruz, cuya fiesta celebramos, fueron expulsadas las tinieblas y devuelta la luz. Celebramos hoy la fiesta de la cruz, y junto con el Crucificado nos elevamos hacia lo alto, para, dejando abajo la tierra y el pecado, gozar de los bienes celestiales; tal y tan grande es la posesión de la cruz. Quien posee la cruz posee un tesoro. y, al decir un tesoro, quiero significar con esta expresión a aquel que es, de nombre y de hecho, el más excelente de todos los bienes, en el cual, por el cual y para el cual culmina nuestra salvación y se nos restituye a nuestro estado de justicia original. 

Porque, sin la cruz, Cristo no hubiera sido crucificado. Sin la cruz, aquel que es la vida no hubiera sido clavado en el leño. Si no hubiese sido clavado, las fuentes de la inmortalidad no hubiesen manado de su costado la sangre y el agua que purifican el mundo, no hubiese sido rasgado el documento en que constaba la deuda contraída por nuestros pecados, no hubiéramos sido declarados libres, no disfrutaríamos del árbol de la vida, el paraíso continuaría cerrado. Sin la cruz, no hubiera sido derrotada la muerte, ni despojado el lugar de los muertos.

Por esto la cruz es cosa grande y preciosa. Grande, porque ella es el origen de innumerables bienes, tanto más numerosos, cuanto que los milagros y sufrimientos de Cristo juegan un papel decisivo en su obra de salvación. Preciosa, porque la cruz significa a la vez el sufrimiento y el trofeo del mismo Dios: el sufrimiento, porque en ella sufrió una muerte voluntaria; el trofeo, porque en ella quedó herido de muerte el demonio y, con él, fue vencida la muerte. En la cruz fueron demolidas las puertas de la región de los muertos, y la cruz se convirtió en salvación universal para todo el mundo. 

La cruz es llamada también gloria y exaltación de Cristo. Ella es el cáliz rebosante de que nos habla el salmo, y la culminación de todos los tormentos que padeció Cristo por nosotros. El mismo Cristo nos enseña que la cruz es su gloria, cuando dice: Ya ha entrado el Hijo del hombre en su gloria, y Dios ha recibido su glorificación por él, y Dios a su vez lo revestirá de su misma gloria. Y también: Glorifícame tú, Padre, con la gloria que tenía junto a ti antes que el mundo existiese. Y asimismo dice: «Padre, glorifica tu nombre.» Y, de improviso, se dejaron oír del cielo estas palabras: «Lo he glorificado y lo glorificaré de nuevo», palabras que se referían a la gloria que había de conseguir en la cruz. 

También nos enseña Cristo que la cruz es su exaltación, cuando dice: Yo, cuando sea levantado en alto, atraeré a mí a todos los hombres. Está claro, pues, que la cruz es la gloria y exaltación de Cristo”.