domingo, 20 de octubre de 2013
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miércoles, 19 de septiembre de 2012
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viernes, 14 de septiembre de 2012
CANTAR AL JESÚS DEL MADERO... Y AL MADERO DE JESÚS
a ese Jesús del madero,
sino al que anduvo en el mar!
miércoles, 31 de agosto de 2011
ME DUELE EL MUNDO
Me desespera que si no es mañana será pasado o el mes que viene, pero lo que pasó hoy va a quedar en un recuerdo efímero del pasado. Eso me duele. Este mundo me duele. Esta locura me duele. El dolor de esa madre me duele. Tanta injusticia me duele.
Deseo de todo corazón que este mundo no vuelva a ser el mismo después de hoy. Que el corazón de piedra se nos vuelva corazón de carne. A todos. A vos, a mí, a ellos también. No puedo soportar la idea de que el mundo siga siendo igual mañana. No quiero.
Ante el misterio del mal y del dolor, hondo misterio si los hay, el que era todopoderoso se hizo doliente, pequeño, débil. Si puedo pedir algo hoy es que ante este misterio doloroso e insoportable de tanto mal y tanto odio que hemos visto, seamos capaces de no permanecer indiferentes. No podemos dejar de dolernos y de indignarnos. Pero ese dolor y esa indignación tiene que transformar de una buena vez nuestros corazones. Quiera Dios que Candela no quede sólo en un diario viejo.
Eso es todo lo que me sale, revuelto y desodenado, de las manos y el corazón. Por lo demás, como Francisco ante el horror impensable de las cruzadas, sólo me queda decir, pedir y rogar: Que pase este mundo y venga tu Gracia.
martes, 31 de mayo de 2011
SI EL GRANO NO MUERE
Que el hombre es un ser que camina hacia la muerte, desde que nace es su única certeza. Que la muerte es la última frontera. Que de la muerte nadie se salva. Que si he de morir quiero que sea contigo. Que muerto el perro se acabó la rabia. Pero sobre todo, sobre todas las cosas, que si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo.
Morir es un paso que se da en una soledad extraña. Uno muere solo y desnudo o no muere en absoluto. Pero lo cierto es que morir es un paso necesario y no sólo es la última frontera, sino que, quizá, hay que morir varias veces antes. Hay que caer en tierra y morir. Ya el caer en tierra es todo un desafío que implica estar maduro… y morir. Morir es necesario. Morir a lo que soy y a lo que quiero y a los proyectos y a los anhelos y a los caprichos y a las certezas y a los apegos y a las indiferencias y morir a mí mismo y morir sin más. Morir para no quedar solo. Morir porque no hay otra manera de dar fruto, ni grande ni pequeño.
El tema es que morir da miedo, desconcierta, inquieta y duele. Duele, ¡cómo duele! Justamente porque se muere desnudo, solo y en silencio. Aunque la muerte esté llena de rostros y de agradables compañías: se muere en primera persona del singularísimo o la muerte es una mentira. Se muere en silencio, viendo la oscuridad que cae sobre las luces ficticias que hemos encendido y también sobre las tenues insinuaciones del crepúsculo.
Pero se muere y duele y punto. No hay necesidad de edulcorar verdades. Se muere y duele. Cierto es que si el grano muere da fruto y mucho fruto. Esa es la promesa que enciende la esperanza. Esperanza que es, quizá, la única luz que vale en medio de la tiniebla de la muerte. Es suficiente esa luz tenue de lumbre que no despunta los detalles pero perfila e insinúa las siluetas. En cualquier caso, primero toca caer y morir. Y duele, ¡cómo duele!
Que pase este mundo y venga tu gracia.
martes, 3 de mayo de 2011
DE PROCESOS LENTOS
Lo negué en su momento: no por empeño alguno en mentir sino por no ser capaz de verlo con claridad cuando alguien inquirió sobre el tema en busca de respuesta. Lo negué, lo oculté, le tiré tierra encima, no quise verlo o no me permití descubrirlo, no lo sé. Pero la verdad es que soy de procesos lentos, debo asumirlo con franqueza. Quizá reconocer esto hoy y aquí es el signo de una realidad que decanta lentamente y permite atisbos de claridad o, al menos, disipación de turbiezas. Quizá es sólo un nuevo punto de partida.
La lentitud, la pausa, el ritmo lerdo, altera a alguna gente. Más de uno ha intentado (y sé que sin malicia) apresurar mi paso en los procesos, como quien alienta la llama al soplarla, como quien pone una planta en un invernadero. Digo más de uno, y en ese número mayor a la unidad me incluyo, porque yo, el de los procesos lentos, fui el primero en intentar apurarlos. Intenté –debo reconocerlo– cerrar círculos y etapas a la fuerza, dar pasos para los que todavía no me daba el largo de las piernas. Es que la lentitud de los procesos y la ansiedad arrasadora se mezclan en un mismo y curioso movimiento. Debe ser lo mismo –sospecho– que hace que se trabe mi lengua cuando quiero terminar de decir la palabra que apenas estoy empezando, o lo que me hace escribir vocablos inexistentes e inexactos por error en el afán de aprisionar la idea que vuela cerca de mi mente.
Soy de procesos lentos y hoy descubro que la planta necesitaba madurar a su ritmo y perder las hojas en otoño y pasar el invierno y resistir la poda y dejarse reventar de pimpollos en primavera y florecer y dar frutos y seguir la cantinela. Soplar la llama no servía, porque soy de procesos lentos y no sé arder a otro ritmo que el del fuego suave que sólo quema despacio, incendiando las astillas. Necesitaba caerme y dolerme y pasar raspones y conocer más el piso porque no lo conocía suficientemente aunque pensara lo contrario. Soy de procesos lentos y no sé en qué momento soplé tanto el fuego que lo ahogué. Necesitaba crecer y en lugar de esperar me puse en puntas de pié. Evité golpes, caídas, fracasos, moretones y cicatrices. Apuré el fuego y me quedé sin leños cuando aún necesitaba el calor.
¡Ah! Pero parece que queda una chispa. Una brasa incandescente abrigada en el rescoldo, esperando a ser atizada. Un hálito de vida oculto en el fondo del tronco para salir a reverdecer en cuanto lleguen los primeros vientos cálidos. ¡Quién pudiera abrazar esta lentitud que a los ojos de otros es torpeza! ¡Quién pudiera dejar que la pausa le gane al ansioso apuro y permita disfrutar el proceso! ¡Quién pudiera entregarse de una buena vez a los ritmos que no son propios y confiar! ¡Confiar! Que el invierno es largo, pero es el preludio necesario de la primavera.
Haceme pequeñito y ayudame a abrazar mi ritmo lerdo, mis pasos torpes, mi debilidad, donde se manifiesta tu fuerza. Haceme pequeñito, para que confíe más e intente controlar un poco menos. Haceme pequeñito, para poder decir, con sencillez: “lento, lento, pero vengo”.
jueves, 14 de octubre de 2010
Creo en el amor que Dios nos tiene
Porque es tarde, Dios mío,
porque anochece ya
y se nubla el camino,
porque temo perder
las huellas que he seguido,
no me dejes tan solo
y quédate conmigo.
Porque he sido rebelde
y he buscado el peligro,
y escudriñé curioso
las cumbres y el abismo,
perdóname, Señor,
y quédate conmigo.
Porque ardo en sed de ti
y en hambre de tu trigo,
ven, siéntate a mi mesa,
dígnate ser mi amigo.
¡Qué aprisa cae la tarde...!
¡quédate conmigo! Amén.
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Hace un tiempo, hará cosa de dos meses y algo más, mi párroco nos invitaba en la homilía a hacer un ejercicio. Nos invitó a intentar, durante la semana, escribir un hipotético obituario para nuestra muerte. Una dinámica muchas veces usadas en grupos juveniles. El sentido del ejercicio estaba anclado en toda la predicación, pero hoy no viene al caso. El punto es que como motivación para que, efectivamente, realizásemos el ejercicio, el nos compartió lo que él mismo había escrito. Decía varias cosas, algunas más bien graciosas, pero hubo una, la que estaba al final de todas que me quedó resonando en el corazón y que aún hoy moviliza. Decía: “Creyó en el amor que Dios nos tiene”.
Lo recé. Pucha que lo recé. Yo rezo con casi cualquier cosa que llega a mis oídos. Pero aquella frase me tocó el corazón, porque me di cuenta que es una cosa preciosa por la cual ser recordado: haber creído, haberse entregado, haberse dejado maravillar por el amor que Dios nos tiene, por el Amor.
Digo: "creo". Creo en el amor que Dios nos tiene. Lo digo en plural porque sé que su amor es católico, pero no puedo no decirlo en singular. Creo en el amor que Dios me tiene. Pero cuidado, creo en ese amor por una razón más bien simple: lo palpo, lo vivo cada día. ¿Cómo dudar del amor que Dios me tiene? Habiendo hecho experiencia de su amor, descubriéndome como “el discípulo amado”, con la cabeza en el pecho, atento a la escucha; ¿cómo dudar de su infinito amor, de su personalísimo amor, de su único amor? Sería un idiota si dudase de ello.
Dios es el centro de mi vida. Dios es el sitio en el que abrevo. Quiero que mi vida sea derramada sus pies. Muchos dirían malgastada, desperdiciada: yo digo, sencillamente, entregada. En estos días descubrí que es muy posible que se me gaste toda la vida en intentar seguir a Jesús por el camino de la cruz y la humildad mientras tropiezo mil veces. Que se gaste, si es en ese intento, que se gaste. Que se gaste a sus pies, que se gaste tras su huella.
Si hubiese un lugar para mi obituario, no querría que dijese muchas cosas, solamente:
“Gerardo, pequeño discípulo amado.
Creyó en el amor que Dios nos tiene”.
Nota: Atendiendo a que pretendo evitar irrumpir en llanto, voy a esquivar la posibilidad de ponerme metatextual y comentar o dar razones del poema puesto al principio. Sólo diré que es el himno de las vísperas de hoy. A mi me sumió en las entrañas de la oración, quizá a alguien más le haga ese favor.