jueves, 5 de agosto de 2010

RELATO PEQUEÑO (Parte 4)


[...]


Manuel y José llegaron al departamento. José se dio una ducha y Manuel le dio ropa suya para que se vistiera. Cenaron juntos y hablaron muy poco, pero a ninguno incomodó el silencio. Eran hermanos, sólo que no se conocían todavía. El tiempo y la fraternidad cambiarían los silencios, dotándolos de palabras o cargándolos de significado.


La vida de Manuel cambió sustancialmente desde aquel día. El ojo poco profundo, quien mirase la historia obviando los detalles, diría que su vida siguió exactamente igual, pero lo cierto es que el cambio más radical ya había sucedido, sólo que la procesión siempre va por dentro. Hasta que sale. Al libro de Francisco lo devoró en un solo día. Tanto así que volvió a leerlo esa misma semana. Cada capítulo le aportaba una nueva perspectiva, una nueva dimensión desde la cual mirar las circunstancias de su vida. Nueva dimensión que tenía que ver, siempre, con la vida del mismo Jesús.


José siguió durante aquella semana viviendo en la casa de Manuel. Varias veces habló sobre la posibilidad de irse y de no incomodar más a Manuel, en quien Dios se había mostrado tan generoso. Pero Manuel no se lo permitió. Por el contrario acondicionó las cosas en el departamento para que su estadía fuese algo más bien permanente, le regaló varias de sus prendas de vestir y comenzó a ver la posibilidad de conseguirle un trabajo. José también empezó a buscarlo por su cuenta.


Manuel seguía yendo al trabajo y cumpliendo a la perfección con sus obligaciones. Ahora despojado del mal de angustia que lo había tenido tan a maltraer. Aunque para ser sinceros habrá que decir que algo había cambiado: Manuel descubría que su vida no hacía pie sólo en el trabajo y en crecer profesionalmente. Todo parecía indicar que su vida había tomado una nueva perspectiva que en el fondo él mismo no terminaba de entender ni de descubrir. Manuel, cada día, al salir del trabajo pasaba a visitar a Jesús en el sagrario: nunca estaba menos de una hora arrodillado, amando y dejándose amar.


Fue una semana interesante y distinta. Su jefe y sus compañeros de trabajo lo vieron tanto más animado y alegre en medio de la rutina del trabajo que todos asumieron que la propuesta laboral que le habían hecho le había cambiado la vida. Bien distinta era la realidad. El martes siguiente no demoró mucho en llegar. Llegó más rápido que cualquier otro martes.


A las cinco de la tarde, cuando terminó su horario de trabajo, Manuel se apresuró a salir de la oficina. Apagó la computadora, tomó su maletín y antes de que pasara ni un minuto ya estaba caminando hacia el ascensor.


—Manuel, necesito pedirte un favor, necesitaría si podés quedarte un segundo a terminar unas planillas urgentes —dijo su jefe que le salió al encuentro por el camino.

—Perdón, pero va a ser imposible. Tengo cosas muy importantes que hacer, esta vez no voy a poder ayudarlo —replicó Manuel.

Carlos, su jefe, en verdad no se esperaba aquella respuesta. Se quedó extrañado. Tal vez estaba acostumbrado a que Manuel se quedara más tiempo. Tal vez supuso que la prioridad de aquel administrativo brillante era, por sobre cualquier cosa, la empresa. O quizá, sencillamente, supuso que Manuel le debía obediencia por la interesantísima propuesta laboral que él le había conseguido.

—Está bien —dijo contrariado.

—Adiós —dijo Manuel, sin siquiera reparar en el desconcierto de su jefe. Jesús y el padre Ricardo lo esperaban y eso era, para él, mucho más importante en aquel momento.

Llegó a la parroquia y el padre Ricardo lo estaba esperando. Lo saludó efusivamente, con mucha alegría. Charlaron durante dos horas. Manuel le habló del libro, de lo mucho que le había gustado y lo útil que le había resultado. El cura se alegró y le contó más cosas sobre Francisco, sobre su vida, sobre su espiritualidad. Ni el mismo sacerdote podía creer lo motivado y cambiado que estaba Manuel.


—¡Ah! Me olvidaba. Hay algo que no te conté, padre —dijo repentinamente Manuel.

—¿Qué pasó?

—¿Te acordás de José, el hermano que estaba mendigando en la puerta de la oficina?

—Claro… —dijo el cura con cierta intriga.

—Está viviendo en casa. Vieras lo bien que está.

—¿En tu casa? ¿Lo llevaste a tu casa? —El párroco echó a reír. La carcajada era sonora y profunda, como salida de lo más hondo del alma. Era una risa preciosa, cargada de asombro, de admiración y de agradecimiento. Era la risa de un niño que se deja sorprender por las maravillas de Dios.

—Sí, lo llevé a casa y ahora está buscando trabajo.

—¡El amor todo lo puede! —concluyó.

—Todo —asintió Manuel.

—¿Vos sos consciente de las maravillas que Dios está obrando en vos?

—Claro que sí… Ahora lo que quiero es terminar de descubrir de qué quiere Dios que me despoje. Porque la semana pasada, aquella inspiración que tuve frente al sagrario me invitaba a despojarme; y yo pensé que era de mis pecados de lo que Dios me invitaba a librarme. Si bien creo que eso es cierto, también tengo la sensación, en lo hondo del corazón, de que la invitación implicaba muchas otras cosas —aseveró Manuel.

—Puede ser. Creo que lo que deberías hacer es tratar de rememorar toda tu vida. Dedicale tiempo. Hacé memoria de tus búsquedas durante toda tu vida. Después tratá de leer este pedido de Dios en tu historia concreta, porque en definitiva es allí donde Dios habla, en lo concreto de nuestra vida. Dios se ha enamorado de tu historia, de tu vida. Repasá tu vida y seguramente allí podrás entender lo que Dios ha querido decirte —invitó el cura.

—De acuerdo. Voy a hacerlo. ¿Nos juntamos el martes?

—Nos juntamos el martes —dijo el padre Ricardo conmovido por el entusiasmo de quien tenía delante.

Luego celebraron la Misa. Al terminar Manuel se quedó rezando, frente al sagrario. El padre Ricardo se le unió en la oración. En un momento Manuel se volteó hacia el cura:

—Me he dado cuenta que cuando uno anda caminando por la vida, si presta la suficiente atención, puede oír, a cada paso a Jesús haciéndose pan, haciéndose pequeño para entregarse. Fijate padre, fijate… Me voy —dijo Manuel parándose y yéndose.


El cura se quedó atónito. Aquel hombre o era un santo o era un loco. Concluyó que las dos cosas eran algo ciertas, aquel hombre se había vuelto loco por Jesús. Se quedó rezando por él. Manuel se fue a su casa y esa misma noche comenzó a pensar en su historia, en sus búsquedas, en cómo Dios había ido pasando por su vida desde pequeño sin que ni él mismo (la mayoría de las veces) lo advirtiera. Encontró las motivaciones que lo habían llevado a las grandes decisiones de su vida. Desde la distancia todo tomaba una perspectiva diferente. Tanto cambiaba la perspectiva desde la distancia que Manuel comenzó a entender su presente en clave de fe.


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[To be continued]

1 comentario:

  1. Cuando uno anda caminando por la vida, si presta la suficiente atención, puede oír, a cada paso a Jesús haciéndose pan, haciéndose pequeño para entregarse..

    me quedo con esa parte, y te sigo leyendo...

    Solci.-

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