domingo, 1 de agosto de 2010

RELATO PEQUEÑO (parte 3)




[...]


No supo bien en que momento acabó de rodillas frente al sagrario. El silencio lo pobló y lo invadió también una calma particular. El nudo del pecho se tornó en ardor y el atolondrado llanto trocó en una mirada fija y profunda, pero viva, vivísima. Los ojos estaban clavados en las profundidades del sagrario, mucho más allá del metal en que éste estaba moldeado, mucho más allá de lo estrictamente evidente.


Llevaba unos treinta y cuatro minutos arrodillado allí, inmóvil, cuando oyó una voz que algo le decía. Para ser sinceros, es metáfora tanto el decir que hubo voz como el decir que fue oída. Metáfora particular del lenguaje espiritual de seres que no son solamente espíritu. Una inspiración, dirían otros. Una idea que se le metió en la cabeza y no se le quitaba, dirían, en fin, quienes se empeñasen por psicologizarlo todo. Pero lo cierto es que, con una claridad que pocas veces en su vida había tenido, Manuel oía en su interior: “despojate”.


Fue entonces cuando las lágrimas empezaron a fluir de nuevo. Era un fluir distinto, menos tormentoso, menos angustiante, aunque quizá igual de inquietante. “¿Despojarme? ¿de qué?”, se preguntaba. “Despojate”, respondía en su interior aquella voz.


—¿Estás bien? —preguntó alguien.

Manuel se dio vuelta para descubrir una figura alta. No podía ver más que su silueta recortada por la luz que entraba desde afuera.

—Soy Ricardo, soy el párroco. ¿Querés ir a charlar? —insistió.


Manuel no pudo esbozar palabra. Asintió con la cabeza como un niño que, envuelto en el llanto y despojado de todo lenguaje verbal, no puede decir más que lo que expresan sus gestos.

—Tomate el tiempo que necesites acá frente al Señor, yo te espero en el último banco.


Así fue. Manuel estuvo unos quince minutos más de rodillas frente al sagrario. Después se puso de pie, se refregó los ojos y fue en busca del padre Ricardo. El cura lo esperaba ahí, sentado en el último banco, rezando.


—Vamos a mi despacho que acá enseguida empieza la misa —dijo el sacerdote.

Llegaron al despacho parroquial. Era sencillo y acogedor. Con dos o tres cuadritos colgados por las paredes, una biblioteca atestada de libros y un escritorio casi despojado sobre el cual había sólo una lámpara y una Biblia.

—¿Cómo te llamás? —preguntó el cura.

—Manuel… Manuel es mi nombre.

—Un gusto Manuel. ¿Qué te anda pasando? —Inquirió sin rodeos. Manuel hizo una pausa para tratar de ordenar sus ideas.

—Me gustaría poder decírselo con claridad padre —dijo pensativo.

—Tuteame che, si debés tener sólo unos años menos que yo —dijo el párroco un poco porque le incomodaba tanta reverencia y un poco para mostrarle cercanía y romper el hielo. Efectivamente, en cualquier caso, el cura tenía treinta y cinco años y Manuel era tan sólo seis años menor.

—Me pasa que me di cuenta de que me vida no tiene sentido —soltó.

—¿No será mucho decir, che? —dijo el cura abriendo los ojos.

—Bueno, sentido tendrá… pero yo lo he perdido. Creo que he perdido el norte. No sé cuando, no sé como. Me siento vacío, me siento triste, como lleno de una nada que me angustia.

—A ver, contame que te ha pasado —se mostró interesado el padre.


Manuel le contó todo lo que le venía sucediendo. Le contó lo que había pasado, cada detallito. Le contó de sus proyectos y sus anhelos, y de cómo los había ido logrando. Le contó sobre sus éxitos, sobre lo perfecta que era su vida en apariencia, pero lo vacío que se sentía. Le contó de su angustia y cómo lo había ido llevando a encerrarse más en su egoísmo y en sí mismo. Le contó de los últimos acontecimientos, de la propuesta de ascenso en el trabajo. Le contó de su soberbia y su egocentrismo, y de cómo se había colocado tan en el centro de su universo particular que hasta a Dios lo había desterrado, quitándole no sólo el protagonismo en su historia sino (casi) todo tipo de participación.


El cura le dijo muchas cosas, le dio buenos consejos pero también –y sobre todo– lo ayudó a ver su vida desde otra perspectiva, a descubrirse amado, a ver más allá de lo inmediato y a entender la posibilidad que tenía por delante. Lo invitó a confesarse, a abrirle a Dios las puertas del corazón y dejarse amar por él, a volver a la casa del padre. Lo invitó a descubrir los lugares de su vida por los que Dios había pasado y pasaba, y todos aquellos lugares en los que él mismo no dejaba entrar a Dios. Manuel lo hizo, gustoso. Como penitencia lo invitó a hacer algo, aunque fuera mínimo, para ayudar a aquel mendigo que solía estar en la puerta de su trabajo.


—Se nos han hecho las once de la noche. Yo diría que lo mejor es dejarlo hasta aquí por hoy. Volvé la semana que viene. Yo los martes los tengo más disponibles, si te parece te espero ese día cuando salgas del trabajo y seguimos charlando —invitó el sacerdote.

—Me parece buena idea —accedió Manuel. El padre Ricardo se quedó pensativo.

—¿Qué sabés de San Francisco de Asís? —preguntó finalmente.

—Poco… que es santo y poco más.

—Bueno —dijo mientras se daba vuelta hacia la biblioteca— leé esto —le dio un libro.


El librito no era muy largo. Apenas ciento cincuenta páginas. “Sabiduría de un pobre”, decía en la tapa. Estaba escrito por un franciscano, un tal Eloi Leclerc. Manuel lo aceptó gustoso y lo agradeció mucho.


No demoró en estar nuevamente en la calle, caminando hacia su casa. Estaba tan calmado, tan renovado por dentro, era como que su vida tenía ahora una nueva dimensión. En el camino pasó por la puerta de su trabajo y vio al mendigo sentado en el suelo, comiendo un pedazo de pan. Las entrañas se le estrujaron, no por pena, sino por compasión.


—¿Cómo es su nombre?

—José, ¿y el suyo? —respondió.

—Manuel.

—Un gusto saberle el nombre después de tantas veces que lo he visto pasar por aquí. Gracias a su generosidad pude cenar esta noche —dijo sin dudarlo, y a Manuel se le humedecieron los ojos.

—Gracias a la generosidad de Dios que escribe derecho en renglones torcidos, José.

—Sí, es cierto, gracias al Dios bueno.

—Vengase conmigo, en casa tengo espacio, podemos cenar juntos y después puedo prepararle una cama para que duerma —invitó Manuel.


Dicen por ahí que cuando la limosna es grande hasta el santo desconfía. Pero José no desconfió. No tenía nada que perder y además, sería pobre, pero no tonto: no iba a negarse a una de las únicas muestras de afecto que alguien había tenido con él en los últimos dos años. Se levantó en silencio, sin replicar nada, tomó su manta y se puso junto a Manuel. Con esa misma quietud caminaron los dos, codo a codo –uno con traje impoluto, el otro con harapos– hasta la casa de Manuel. Sobre la historia de cómo José fue a dar a la calle y a la mendicidad no diremos aquí mucho, porque sería un excurso excesivo, bastará con decir que era un buen hombre que había tenido lo que muchos juzgarían como “mala suerte”, pero que, como él mismo descubriría más tarde, había sido la forma en la que Dios había escogido salvarlo.


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[TO BE CONTINUED]

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