lunes, 4 de enero de 2010

SOBRE-EMPEÑO DEL CORAZÓN



Puede uno arrepentirse de haber empeñado el corazón en exceso. No, no es una pregunta. No hay un signo de interrogación que así haga pensarlo. Es una afirmación, un juicio, una sentencia. Con un “puede” que no es signo de permiso sino de contundencia, de aseveración. Por eso el “puede” está tematizado, intencionalmente colocado al principio de una oración en la que suena forzado para el oído decentemente acostumbrado al predicado que sólo persigue al sujeto. Pues bien, este “puede” no es vagón de cola, sino tronante locomotora que arroja a un segundo plano a un sujeto que, al mismo tiempo, no es nadie y somos todos.

El punto es, querido lector, que puede uno arrepentirse de haber empeñado el corazón en exceso. En un primer momento uno se siente tentado a pensar que no vale la pena arrepentirse de nada de lo hecho en la vida. Se trata de una arrogancia típica del tiempo en que vivimos, tan marcado por una filosofía new age que no da lugar a la trascendencia. Se trata de una pedantería estúpidamente elogiada y no suficientemente criticada. Uno que, humildemente, cree en la apología de la debilidad, en el ensalzamiento del más débil que como tal se reconoce, no podría permitirse tal insolencia.

En un segundo momento, desde esa misma mirada humilde, inundado en algún místico romanticismo uno vuelve a tentarse. “Uno no debe arrepentirse de amar, de empeñar el corazón, nunca se ama en exceso”. Respuesta políticamente correcta en los tiempos que corren, donde el amor, claro está, se confunde con alguna otra cosa. Sin embargo, aunque bien recibida por algunos, sería una aseveración potencialmente falaz, igual que la respuesta primera. No ya por arrogancia del tiempo, sino por error de concepto. No basta la magnitud del empeño del corazón, sino que hay que saber donde ponerlo.

Entonces, empieza a estar claro: puede uno arrepentirse de haber empeñado el corazón en exceso. A veces uno descubre que el objeto del afecto ha sido un árbol que no dejaba ver el bosque, otras veces uno entiende que se ha aferrado y empeñado el corazón en una pretendida realidad que no habita sino en la propia mente, aun otras veces uno descubre que tiene la vida empeñada y pegoteada en proyectos sin sentido, en actitudes de uno mismo que no dejan levantar vuelo, en relaciones que ya se han ido, en proyectos que ya se han clausurado. Vale arrepentirse de todo eso.

El arrogante que no se da permiso a arrepentirse de nada, quedará apegado a los falsos conceptos de sí mismo, atrapado en jardines de puertas clausuradas, anegado en la imposibilidad de aprender de sus errores. A veces hay que arrepentirse. A veces hay que maldecir el momento en el que uno entiende que hizo todo mal. A veces hay que estallar en lágrimas sonoras, en ahogos de niño. A veces hay que enojarse con uno mismo. Porque esas veces nos darán el lugar para reencontrarnos con nosotros mismos, para renacer de la ceniza, para recomenzar proyectos, para reelegir elecciones.

Puede uno arrepentirse de haber empeñado el corazón en exceso. Puede uno lamentarse de haberse casado con una realidad que no existía. Puede uno entristecerse por no haber visto que el corazón podía empeñarse en un sitio donde no sólo abrevaría, sino que daría fruto. Sin embargo, de nada sirve el mea culpa si no se troca en renacimiento. De nada sirve mirar lo que podría haber sido si no es para rehacer las cosas. De nada sirve romper el cántaro si no es para formarlo de nuevo. Pero morir, romper el cántaro que somos, destruir el empeño absurdo en el que hemos puesto demasiado corazón implica, un poco, romper el corazón; y nadie (salvo un cretino o un insensato) podría siquiera sospechar que eso no duele. En esto tiene razón Saramago cuando dice “que difícil es separarnos de aquello que hemos hecho, sea cosa o sueño, incluso cuando lo hemos destruido con nuestras propias manos”.

¡Cuántos no que encierra un ! Y ¡cuánto duele!, como un navajazo en el alma cada uno de esos no. Sin embargo la certeza es sólo una: sólo ese le devuelve la paz al alma, sólo ese hace que el corazón fructifique, sólo muriendo uno resucita, aunque duela.

En definitiva: puede uno empeñar el corazón en exceso. Pero también puede uno morir a lo que era y empeñar el corazón en el sitio en el que abreva.


Gerardo Gimenez Ponce

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