Comenzaron a llegar sus compañeros de trabajo. Respiró profundo y se tragó su angustia. “Al trabajo hay que cumplirle. Lo único que me falta es perder todo lo que he conseguido con tanto esfuerzo. Ahí sí que me entrego a la angustia”, pensó.
Tragarse la angustia en el trabajo era fácil. Casi tan fácil como cuando estaba en
En las horas de trabajo, las habituales y las extras, él se separaba de sus aflicciones y allí estaba, todo al servicio del progreso. Progreso propio pero también de los demás, porque si algo no era Manuel era egoísta y nunca hubiese querido crecer pisoteando a nadie más. Pero sí quería crecer, está claro.
Aquel día no paró ni para comer. Comió algo mientras terminaba unas planillas que tenía que entregar por
Cuando terminó con el trabajo apagó
—Manuel, ¿podés venir? —dijo su jefe asomándose.
—Voy —respondió sorprendido.
Entró en la sala de reuniones. El presidente de la empresa y otro miembro del directorio estaban sentados a
—Buenas tardes —dijo Manuel inmerso en nervios e intriga.
—Buenas tardes —respondieron los ejecutivos al unísono y con una sonrisa.
—Es tarde para que siga por acá —dijo socarronamente Aureliano Rodríguez, el presidente.
—Sí, estaba terminando algunos trabajos —respondió Manuel.
—Eso habla muy bien de su responsabilidad y entrega por la compañía.
—Bueno, esta empresa ha sido muy generosa conmigo y no puedo más que ser responsable y cumplir con mi trabajo.
—Eso, exactamente, es lo que nosotros esperamos de nuestros empleados. Por eso, justamente, es que te hemos llamado. La empresa abrirá en algunos meses más una nueva sucursal en
Manuel tuvo sentimientos encontrados. Al tiempo que la angustia empezaba a atacar y pretendía poblar el pecho, lo invadió un nerviosismo y un orgullo por el reconocimiento que lo sobrepasaban ligeramente.
—Esto es en verdad inesperado. Si acaso había soñado con un ascenso. Pero un traslado es tan… inesperado —replicó Manuel aturdido.
—Esta es una oportunidad única Manuel. Es un ascenso, un gran ascenso, te convertirías en gerente regional. Pero además es la oportunidad de que demuestres todo lo que valés, todo lo que tenés para dar y que te proyectes hasta el infinito, porque en esta compañía se premia la excelencia —lo motivó Carlos, su jefe.
—Ciertamente, Manuel. Carlos tiene razón —secundó Aureliano.
—Tengo que pensarlo. La propuesta me entusiasma mucho, porque sé que es una oportunidad única… pero necesito pensarlo —aseveró.
—Piénselo bien. Pero le advierto que necesito una respuesta para el primero del mes próximo: pensamos devorarnos el mercado patagónico —instó el presidente.
—De acuerdo, el lunes próximo le doy mi respuesta. Muchas gracias por pensar en mí, es un verdadero honor.
—Esto se debe a su esfuerzo y esmero. Piénselo y en verdad espero que acepte la oferta —repitió el hombre.
Manuel tomó el ascensor y bajó. Cuando salió a la calle se topó con un mendigo.
—¿Tiene una monedita que me dé, por amor de Dios? —dijo el hombre.
—Nada —respondió secamente Manuel que iba absorto en lo que acababa de sucederle. No dio ni dos pasos cuando se arrepintió de ser tan descortés. Se volvió y dio al pobre mendigo dos monedas.
—Gracias doy a Dios por su misericordia, porque se ha acordado de su siervo y ha usado tus manos para sostenerme —dijo con cierta solemnidad el viejo.
Manuel quedó absorto. No tanto por lo extraño que le resultaba al oído sentir a aquel hombre hablar así, sino, sobre todo, porque se dio cuenta de una cosa: en algún momento de su vida, sin darse cuenta siquiera, se había convertido en la persona más soberbia del mundo. Que el hombre diera gracias a Dios y no a él por las monedas recibidas le chocó muchísimo. Entendió que él mismo no había sido capaz y no era capaz todavía de agradecer a Dios por todo lo que tenía, todo lo que había conseguido. Él se sentía satisfecho y tenía la sensación de haberlo conseguido todo solo, todo por sus propios medios. Si a alguien agradecía con reverencia era a la empresa y a los hombres que en algo lo habían ayudado. Pero a Dios, a Dios nunca le había agradecido, como si él nada tuviera que ver con esto. Mientras tanto, ese otro hombre, tan vacío de toda riqueza, tan pobre y despojado, le agradecía a Dios por lo mínimo que recibía… y sólo
Uno, por regla general sabe que siempre que llovió paró. Pero aquel día parecía que sería
Manuel paró la marcha y se sentó en un banco de plaza: quería desaparecer. Deseaba tanto poder poner la vida en suspenso, que se esfumara su existencia. No quería morir, deseaba profundamente no haber existido nunca. Pero era su única certeza. Como si del cógito cartesiano se tratase, Manuel tenía una única certeza: existía. ¡Cómo le pesaba en ese momento al pobre mal nacido existir! ¡Cómo le pesaba la vida! Lloró, lloró amargamente. Un poco porque estaba decepcionado de sí mismo, otro tanto porque la angustia acumulada en pecho y vientre durante meses y meses y meses, finalmente conseguía salir fuera.
Muchas personas pasaron cerca de él, junto a su ahogado llanto, pero ni le prestaron atención. Fue entonces que, entre sollozo y sollozo levantó ligeramente
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[To be continued]
Me he metido mucho en el relato.. POR FAVOR NO TARDÉS EN PUBLICAR EL RESTO!!
ResponderEliminarEspero que estés muy bien, y el Señor te esté bendiciendo mucho en este nuevo camino que estás emprendiendo.
Un abrazote en Aquel que tanto nos ama!
Solci.-
Perdón... estaba de retiro...
ResponderEliminarDios bendice, siempre bendice... y nos lleva por sus caminos. Hay que dejarse llevar.
Abrazo